martes, 22 de abril de 2014

Tom Lethbridge: una isla en medio del océano


Cuando hablamos de historia o arqueología alternativa casi siempre nos vienen a la mente las propuestas de ciertos autores independientes, que –si bien pueden tener estudios superiores o ser buenos profesionales en otra disciplina– prácticamente nunca son arqueólogos o historiadores “de carrera”. No obstante, existen unas pocas personas licenciadas en historia o arqueología que han roto total o parcialmente sus lazos con el estamento oficial y que son prácticamente desconocidas para el gran público, entre otras razones porque o bien no han desarrollado una exitosa carrera literaria o bien han limitado sus actividades a círculos reducidos. Por otro lado, el hecho de pensar y actuar de forma atrevida en vez de plegarse a las directrices del paradigma imperante ha supuesto para la mayoría de estos científicos especialistas una situación de descrédito o marginación en sus círculos académicos.


Uno de estos llaneros solitarios, o isla en medio del océano académico, fue el arqueólogo británico Tom Lethbridge (1901-1971), al cual dedico este artículo a modo de homenaje para que su figura y su obra salgan un poco del relativo anonimato en que se encuentran actualmente, al menos en el entorno hispanoparlante (aunque de todos modos tampoco es precisamente popular en el ámbito anglosajón).



Thomas Charles Lethbridge nació en el seno de una familia acomodada de fuerte tradición militar. Después de recibir una sólida educación en el Wellington College, ingresó en la Universidad de Cambridge, donde empezó a interesarse por la arqueología. Una vez obtenida la licenciatura en esta materia comenzó una brillante carrera profesional en la arqueología local británica, alcanzando el puesto de conservador de antigüedades anglosajonas en el Museo Arqueológico de Cambridge. Durante esta etapa digamos convencional, Lethbridge participó en diversas excavaciones arqueológicas y escribió seis notables libros sobre la historia de Gran Bretaña. Sin embargo, llegado el año 1957, una investigación sobre unos geoglifos excavados sobre un terreno de creta[1] le hizo romper con el estamento académico hasta el punto de abandonar su cargo en el Museo de Cambridge y retirarse a Devon para dedicarse a otras investigaciones de tipo más bien heterodoxo. Esta postura le supuso el distanciamiento de sus colegas, pero Lethbridge asumió plenamente este desafío de ir por libre y plantear preguntas incómodas. De hecho, en la introducción de su libro The legend of the Sons of God escribió lo siguiente: «Vale la pena lanzar una piedra al estanque para ver qué se mueve en él».



Así pues, partir de ese momento, Lethbridge abandonó la ciencia tradicional y se sumergió en el pensamiento alternativo a la búsqueda de respuestas en varios ámbitos del conocimiento considerados pseudocientíficos, en particular los que incluían fenómenos sobrenaturales, paranormales o extrasensoriales. De hecho, se hizo un firme defensor de la parapsicología hasta el punto de escribir lo siguiente:


«Estoy seguro que, cuando se trabaje en ella adecuadamente, la parapsicología se convertirá en la más grande de todas las ciencias, y todas ellas estarán contenidas en ésta. No es un enmarañado acopio de supersticiones, sino un peldaño más alto en la escalera de la evolución. Después de todo, los que están investigando los seis sentidos deben aprender algo más que los que sólo conocen cinco. Tal vez no seamos investigadores brillantes y nuestras inferencias podrían ser erróneas, pero habiendo tenido que trabajar todo desde cero, es de destacar hasta dónde hemos llegado.»[2]



En su extenso trabajo en este campo (escribió ocho libros sobre estos temas, algunos de ellos publicados después de su muerte) se hizo un auténtico experto en el uso del péndulo y la vara de zahorí[3], llevando a cabo numerosos experimentos que le condujeron a  sorprendentes conclusiones sobre las energías naturales y la intervención de la mente en la propia observación de la naturaleza. Incluso, llegó a convencerse de que el péndulo permitía registrar una realidad más allá del mundo físico que podían captar nuestros sentidos; esto es, que existían dimensiones paralelas que coexisten con la nuestra pero que en condiciones normales no podemos apreciar. En este sentido, Lethbridge creía firmemente en una existencia tras la muerte física, pues según sus investigaciones la mente del hombre era inmortal y no dependía ni del espacio ni del tiempo, y lamentaba que la ciencia materialista y racionalista fuese incapaz de concebir una Tierra con múltiples capas o planos de existencia.



En lo que sería propiamente una aproximación a la historia o arqueología alternativa, Tom Lethbridge cuestionó abiertamente ciertas “verdades” del paradigma imperante, como la teoría de la evolución, a la cual veía como una imposición de cierta ciencia dogmática. Así, no dudó en denunciar el modo en que habían degenerado las teorías de Darwin:



«Nunca he temido ser un hereje. Dondequiera que he encontrado una teoría arqueológica citada como si fuera una ley, la he puesto en duda y a veces la he atacado. Nunca se pretendió que el darwinismo fuese más que una hipótesis de trabajo. Sin embargo fue conformada con tal fervor por sus defensores [...] y construida en directa oposición a la Iglesia, que se ha convertido en una especie de religión.»[4]



Según su punto de vista, el puro azar no podía explicar el desarrollo de la vasta complejidad de la vida y por tanto debía existir algún tipo de planificación, lo cual implicaba a su vez la existencia de un planificador. Ahora bien, a la hora de definir este planificador, no daba una respuesta directa, sino que sugería la posible existencia de una cadena de planificadores en orden ascendente hasta llegar a un planificador del universo entero.



También exploró terrenos tan heterodoxos como la teoría del antiguo astronauta, a partir de su incursión en la ufología. A este respecto, concretamente, no negaba la posibilidad de que hubiera seres inteligentes que se desplazaran por el Universo en naves espaciales, pero tenía muy presente otra opción, sugerida ya por otros autores, referente a una procedencia extradimensional de esos objetos, lo cual encajaba en su experimentación con el péndulo.



Todos estos temas fueron ampliamente abordados por Lethbridge en su libro póstumo The legend of the Sons of God, a Fantasy? (1972), desde un enfoque ciertamente heterodoxo. Esta obra, nacida de su interés por las figuras de los dioses en las culturas del pasado, planteaba la tesis de que las explicaciones habituales sobre las leyendas de dioses no iban en la dirección correcta. En su opinión, las referencias mitológicas sobre los hijos de Dios –que habían procreado con las hijas de los hombres– no encajaban en un marco antropomórfico o totémico, sino que apuntaban a la existencia real de una raza llamada “los hijos de Dios”. El problema radicaba, obviamente, en determinar qué o quiénes eran tales seres.



Lethbridge especuló sobre la identidad de esos dioses, que a veces parecían muy cercanos a los humanos en sus defectos y debilidades, y que habían protagonizado ciertas “guerras en los cielos”. Así, seguramente influido por el reciente realismo fantástico, sugirió que tal vez provenían de otro planeta y que poseían fantásticas máquinas voladoras. La intervención de estos seres en la Tierra se habría concretado en un proceso de hibridación y en un fuerte impulso a la civilización humana. Y finalmente, con el paso de los siglos, el recuerdo de su estancia se habría convertido en un relato mítico. Para Lethbridge, los hijos de los dioses habrían intentado mantener su pureza casándose con otros de su casta para convertirse en la élite dirigente. De hecho, poseían un conocimiento único –heredado de sus antepasados “venidos de los cielos”– que habrían conservado a lo largo de los siglos.



Sobre las referencias mitológicas a ciertos seres superiores (que Lethbridge denominó avatares, siguiendo la tradición hindú) que interactuaron con el hombre en calidad de iniciadores, él pensaba que no eran ninguna fantasía. En su opinión, estos seres –entre los cuales cita a Buda, Quetzalcóatl o Jesucristo– eran una especie de grandes maestros que vivían en unos niveles superiores de vibración y que descendían a unos niveles más bajos para ayudar a los humanos. Sin embargo, reconocía que la actual ciencia estaba muy lejos de explicar cómo se producía ese aumento o descenso de vibración.



En fin, a modo de resumen podemos afirmar que el trabajo realizado desde la trinchera alternativa por Tom Lethbridge –aún reconociendo que pudo contener muchas conjeturas con escaso fundamento– supone un notable ejemplo del espíritu científico que se atreve a explorar los terrenos que van más allá de las fronteras del paradigma del conocimiento. Para ello, Lethbridge tuvo que romper sus barreras mentales e institucionales a fin de sumergirse en un pensamiento libre, lúcido y audaz, en que sus intuiciones le permitieron abrir nuevas puertas para estudiar y comprender la realidad desde otros planos bien distintos de los establecidos por el estamento académico.



© Xavier Bartlett 2014


Referencias




GRAVES, T.; HOULT, J. (ed.). The essential T.C. Lethbridge. Routledge. London, 1980.

SHEPPERD, W. The World of T. C. Lethbridge. A cesc publication. (2009)





[1] Las conclusiones y especulaciones sobre este yacimiento (que se plasmaron en su libro titulado Gogmagog: The Buried Gods; “Gogmagog: los dioses enterrados”) apenas eran aceptables según los patrones académicos.

[2] LETHBRIDGE, T. The Monkey's Tail - a study in evolution & parapsychology (1969)

[3] Lethbridge, recuperando su experiencia arqueológica, usó este artefacto para localizar objetos enterrados en excavaciones arqueológicas.


[4] GRAVES, T.; HOULT, J. (ed.). The essential T.C. Lethbridge. Routledge. London, 1980.

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