sábado, 14 de noviembre de 2015

La herejía olvidada: Los descubrimientos de James Reid Moir


 

Introducción



Al hablar de la historia de la arqueología, la que se enseña en las universidades, es casi obligado mencionar los grandes logros de los primeros prehistoriadores de finales del siglo XIX y principios del XX, los cuales sentaron las bases del conocimiento científico actual. Pero entre los muchos nombres que se suelen citar no aparecen algunos insignes investigadores que pasaron al mayor de los olvidos pese a haber gozado de cierto reconocimiento en su tiempo. De hecho, tuve que esperar a leer el controvertido libro de Cremo y Thompson Forbidden Archaeology (“Arqueología prohibida”) para descubrir la existencia de estos sabios, que protagonizaron incluso grandes descubrimientos, pero que a día de hoy constituyen una auténtica arqueología olvidada que ya no es citada en la literatura científica y que desde luego tampoco llega al gran público.

Examen de los restos del "hombre de Piltdown". Dawson es
el hombre en segunda fila que tapa parcialmente el cuadro.
Para enmarcar esta situación, cabe recordar que en aquella época la teoría de la evolución acababa de asentarse como modelo científico de referencia en varios campos de la ciencia, incluidas la arqueología, la prehistoria y la paleoantropología. Ese fue el punto de partida de una alocada carrera por descubrir especimenes antiguos de humanos y sobre todo de especies-puente (el famoso “eslabón perdido”) entre el humano moderno y el simio, lo que vendría a corroborar la cadena evolutiva enunciada por Darwin. Esta obsesión conllevó, en un caso extremo, a la falsificación de unos restos hallados en Piltdown (Gran Bretaña) por Charles Dawson, que presentó a la comunidad científica un ejemplo de tal eslabón perdido a partir de la fraudulenta asociación de un cráneo de Homo sapiens con una mandíbula de simio[1]. No obstante, aparte de este lamentable episodio, se fueron sucediendo hallazgos auténticos remarcables como el hombre de Neanderthal, el hombre de Cro-Magnon o el hombre de Java (o pitecántropo). Y ya en esa época se estableció que los humanos más antiguos situados en Europa apenas tenían unas pocas decenas de miles de años, y que debían enmarcarse en el periodo geológico del Holoceno o a finales del Pleistoceno.

Sin embargo, mientras se producían estos hallazgos que parecían mostrar una cierta cadena o sucesión evolutiva –tanto en lo físico como en lo cultural– dentro de un marco temporal concreto, otros descubrimientos de la misma época no se ajustaban a la teoría que se estaba construyendo, sobre todo al presentar pruebas de una antigüedad extrema para el hombre moderno (Homo sapiens), lo cual producía no poca controversia e incomodidad en los círculos científicos. De este modo, se generaron encendidas polémicas sobre estos hallazgos heterodoxos, que en algunos casos duraron muchos años. Pero ya bien entradas las primeras décadas del siglo pasado, la corriente darwinista oficial fue imponiendo sus postulados y con el paso del tiempo los elementos “conflictivos” fueron rebatidos y apartados de las líneas principales de investigación. Las obras y hallazgos heterodoxos se dejaron de citar y sus defensores fueron olvidados, hasta el punto de que hoy son prácticamente desconocidos, incluso para los profesionales de la paleontología y la arqueología. Este es el caso de las investigaciones de James Reid Moir (1879-1944), un arqueólogo inglés que a principios del siglo XX realizó unos asombrosos descubrimientos sobre la prehistoria de su país, proponiendo la presencia de seres humanos en una época impensable, según los patrones evolucionistas.

A la búsqueda de los eolitos


James R. Moir
A finales del siglo XIX, el joven James Reid Moir, que regentaba junto con su padre un negocio de sastrería en Ipswich, halló casualmente una punta de flecha de la Edad del Bronce que le dejó asombrado por su exquisita factura, pues apenas podía creer que el hombre del pasado pudiera realizar artefactos de tal calidad. A partir de este feliz hallazgo, Moir comenzó a interesarse por la Prehistoria y adquirió el libro de Sir John Evans The Ancient Stone Implements of the British Isles, un clásico en su época sobre antiguos útiles de piedra en Gran Bretaña. Esta experiencia acabó por cambiar su orientación profesional, de tal manera que decidió dedicarse apasionadamente a la arqueología, llevando a cabo numerosas prospecciones arqueológicas en diversas zonas del sudeste de Gran Bretaña, sobre todo en el área de Ipswich. Con el tiempo, llegó a ser  miembro del Instituto Real Antropológico y presidente  de la Sociedad Prehistórica de East Anglia.

Como resultado de esos primeros años de investigaciones, Moir razonó que el hombre primitivo debía haber usado como primeras herramientas las piedras que tenía en su entorno, sin ningún tipo de modificación. Más tarde, habría empezado a trabajar esas piedras para perfeccionarlas y sacar más partido de ellas como utensilios, y con el tiempo y la práctica –en un proceso que conllevaría muchos miles de años– habría obtenido las piezas relativamente sofisticadas ya bien conocidas por la arqueología de su tiempo. Así pues, Moir decidió centrarse en la búsqueda e identificación de esas herramientas transicionales, o sea, las piedras muy bastamente trabajadas, también conocidas como eolitos. 

Las investigaciones en Red Crag


El "retrato" hallado por Henry Stopes
Un cuarto de siglo antes de que James Reid Moir entrara en escena, el investigador Henry Stopes (de la Sociedad de Geología) había explorado ya profusamente la zona de Red Crag (“peñasco rojo”), una típica formación rocosa que se extiende por las costas de los condados de Suffolk y Essex, al sudeste de Inglaterra. Como fruto de sus trabajos, Stopes dio a conocer en 1881 un curioso hallazgo: una concha fosilizada grabada con un “retrato” –una tosca cara humana sonriente– que él dató por el contexto arqueológico en el Plioceno tardío, entre 2,5 y 2 millones de años de antigüedad. De inmediato, esta pieza fue rechazada y ridiculizada por el estamento académico, que lanzó también acusaciones de posible fraude[2]. No fue hasta 1913 (once años después de fallecer Stopes), en que un grupo de expertos ratificó que no había rastro de falsificación en este objeto, aunque otra cosa, por supuesto, era aceptar que las marcas pudiesen representar una cara o que pudiesen tener tanta antigüedad[3].

Llegados a 1909, Moir decidió proseguir los esfuerzos de Stopes e inició la exploración sistemática de Red Crag, así como del yacimiento adyacente de Coralline Crag, situado en un nivel inferior. De hecho, Moir ya no abandonó la zona hasta 1935, realizando allí varias campañas de excavación y publicando regularmente los resultados. Así pues, disponemos de una amplia documentación en forma de artículos y libros publicados a lo largo de muchos años; de ahí que podamos reconstruir bastante fielmente la actividad profesional de Moir, sus hallazgos y las controversias creadas a raíz de sus conclusiones.

Un acantilado en Red Crag
Sus primeros hallazgos en Red Crag fueron realmente impactantes y se tradujeron en la publicación en 1910 de una polémica carta en The Times, en la cual defendía la presencia de seres humanos en Gran Bretaña en una época muy remota de la Prehistoria (Pleistoceno Temprano-Medio, hace más de un millón de años), a partir de los eolitos identificados en el citado yacimiento, unos pedernales burdamente modificados. En aquel tiempo se creía que la primera población humana de la isla se remontaba a finales del último periodo glacial (hacia el 10.000 a. C.), con lo cual tales afirmaciones causaron cierto desasosiego y rechazo. No obstante, Moir no estaba solo, pues otro prehistoriador, Benjamin Harrison, decía haber encontrado artefactos similares en las terrazas fluviales de la zona de Kent.

En los años siguientes, Moir siguió explorando la zona y hallando diversos materiales de origen humano, principalmente pedernales y huesos trabajados. Las piezas líticas, herramientas y armas, eran generalmente pedernales trabajados sólo por una cara y con un borde afilado para raspar o cortar. Es de destacar que Moir halló en la localidad de Foxhall todo un taller de talla de piedra, con un amplio conjunto de piezas que incluía hachas, núcleos, lascas, utensilios ya acabados e incluso piedras calcinadas como prueba de que se habían encendido fuegos en aquel lugar. Y lo que es más, a mediados del siglo XIX se había descubierto en la misma zona un fragmento de mandíbula humana que no parecía ser muy distinta de la de los hombres modernos, si bien su datación resultó incierta[4]. En cuanto a los huesos, estos mostraban huellas de haber sido incisos o modificados, por ejemplo, para fabricar puntas de lanza.

Zona explorada por Moir
Las dataciones que Moir barajaba en ese momento se situaban en el Pleistoceno, pero los datos geológicos más actuales confirman que el Red Crag se remonta al Plioceno y se le ha asignado una antigüedad de entre 5,3 y 3,5 millones de años. E incluso, dado que ciertos materiales se habían descubierto en capas aún más inferiores (del periodo geológico Eoceno), las herramientas se podrían remontar hasta unos increíbles 55 millones de años. A raíz de estos hallazgos, Moir pudo decir: “se hace necesario reconocer una mayor antigüedad para la raza humana de la que hasta el momento se había supuesto”. Como se ve, no sólo se estaba cuestionando la antigüedad de la población humana de las Islas Británicas, sino la propia antigüedad del ser humano, es decir, todo el edificio teórico con respecto al origen y la evolución del hombre.

Polémica, resistencias y reconocimiento


Como era de esperar, tras los primeros hallazgos y publicaciones de Moir se desató una fuerte polémica, pues varios profesionales se negaron a aceptar que esos objetos hubiesen sido manufacturados, dado que –de ser así– ello comportaría asignar una datación extremadamente antigua para la presencia humana en Europa (y en el planeta entero), lo cual parecía sencillamente imposible. Así pues, aseguraron que Moir había confundido piedras “naturales” con artefactos. A este respecto, es significativo señalar el hecho de que poco antes del fin de siglo el holandés Eugène Dubois había encontrado en Java algunos huesos de un homínido –datados en el Pleistoceno Medio– al que bautizó como pitecántropo (literalmente “hombre-mono”), considerándolo un antepasado directo del hombre moderno. Y puesto que no se habían hallado artefactos asociados a este espécimen, la comunidad arqueológica descartó la posibilidad de que existieran artefactos genuinamente humanos datados en épocas geológicas anteriores.

Básicamente, lo que argumentaban los detractores de Moir, entre los que destacó el geólogo Samuel Hazzledine Warren, es que los objetos presentados eran “pseudoeolitos”, o sea, piedras que habían sido modificadas por la acción de diversos agentes naturales, como la presión de los glaciares, los movimientos de tierras, la fricción con otras rocas, la acción erosiva del agua, etc. ¡Y se llegó a decir que tales deformaciones podrían haberse producido a causa del impacto de los icebergs contra la costa!

Sir Edwin Ray Lankester
Sin embargo, ya desde el principio algunas destacadas personalidades del mundo de la arqueología y de la prehistoria se pusieron de lado de Moir. Por ejemplo, cabe señalar el apoyo de Archibald Geikie, presidente de la prestigiosa Royal Society, y reputado geólogo. Asimismo, Sir E. Ray Lankester, director del Museo Británico, examinó en 1914 los materiales de Red Crag y afirmó que nadie familiarizado con la talla de pedernales –así como con las fracturas no humanas de pedernal– podía negar que los ejemplares de pedernal hubieran sido producidos por la mano humana. En concreto, Lankester se fijó en unas toscas piezas denominadas técnicamente rostrocarenadas, en forma de pico con un borde afilado de tipo quilla, las cuales parecían ser las antecesoras directas de las típicas hachas de mano de una época posterior. Y por si fuera poco, hay que señalar que en 1922 el abate Henri Breuil, considerado como un “pope” de la prehistoria europea, fue invitado por Moir a inspeccionar el yacimiento y los objetos. Así, Breuil, tras su trabajo de campo y el estudio de los artefactos, también confirmó su inequívoco origen humano.

Artefactos líticos de tipo rostrocarenado
Pero el punto culminante de la controversia tuvo lugar en 1923, cuando una comisión internacional de antropólogos, geólogos y arqueólogos de Bélgica, Reino Unido, Francia y Estados Unidos se reunió con el objetivo de dilucidar de manera definitiva qué había de cierto en las afirmaciones de Moir, muy particularmente sobre los artefactos hallados en Foxhall. Finalmente esta comisión dictaminó que las conclusiones científicas de Moir eran correctas. Así, se reconoció que los pedernales de la base del Red Crag estaban en un estrato inalterado y que los objetos hallados eran sin duda de origen humano, con una antigüedad de al menos 2,5 millones de años. Concretamente, el presidente de esta comisión, Louis Capitan, dijo sobre los artefactos: “...no están realizados sino por un humano u homínido que existió en la Era Terciaria. Este hecho, como prehistoriadores, lo consideramos absolutamente probado.”[5] 

La caída en desgracia y el olvido



En todo este embrollo es justo resaltar que Moir no actuó de manera sesgada o torticera en su favor. De hecho, el propio Moir había sido el primero en preguntarse si los objetos hallados en Red Crag eran de origen humano o natural. Por este motivo había consultado esta cuestión fundamental con varios expertos y él mismo, según consta en su libro Pre-Palaeolithic Man (1919), había examinado con detalle algunas piezas y había hecho pruebas o simulacros de fractura mediante presiones naturales, cuyos resultados negativos venían a autentificar la artificialidad de dichas piezas.

Portada de la obra de James R. Moir
Y precisamente en dicho libro, James Moir exponía el motivo real de tantas polémicas, que no era otro que la falta de profundización en el conocimiento técnico de tales artefactos, lo que hacía que –en vez de aplicar criterios propiamente científicos– se recurriese al puro prejuicio: “Un prehistoriador confesó estar a favor de aceptar o no aceptar los pedernales modificados por la simple razón de sus visiones preconcebidas y sus prejuicios personales, y muchos investigadores actuales, me temo, están dominados por tales influencias no científicas.”[6]

Además, es muy loable que Moir también recabara la opinión de algunos escépticos sobre el tema de los eolitos, como el paleontólogo alemán Hugo Obermaier, el cual creía que tales objetos eran piedras naturales. Sin embargo, cuando examinó los implementos de Foxhall, Obermaier tuvo que reconocer que estas piezas eran testimonio de la existencia del hombre del Terciario (es decir, con una antigüedad de  millones de años).

Con todo, y pese a que Moir había obtenido el aval de la comisión antes mencionada, sus opositores no arrojaron fácilmente la toalla y siguieron insistiendo en la condición natural de los objetos, puesto que las dataciones geológicas ya prácticamente nadie las ponía en duda. Y así llegamos al año 1939, cuando Alfred S. Barnes –un prehistoriador que había defendido previamente los trabajos de Moir– publicó un artículo titulado The Differences between Natural and Human flaking on prehistoric flint collections sobre el modo de distinguir objetos de inconfundible talla humana con objetos cuyas marcas o fracturas serían de origen natural, entre los cuales incluyó los eolitos hallados por James R. Moir. A partir de ese momento, y aunque algunos expertos cuestionaron las conclusiones de Barnes, la ciencia ha usado habitualmente su método para refutar el carácter artificial de diversos materiales líticos. Hoy en día, de hecho, el término eolito ha sido borrado de la ortodoxia académica como artefacto (o sea, piedra modificada toscamente por la mano humana). En su lugar, se habla de geofactos, esto es, piedras que muestran ciertas modificaciones debidas a factores geológicos[7].

Última fotografía de J. R. Moir
Con los años, los trabajos de Moir, una vez desacreditados por Barnes,  pasaron al mayor de los olvidos hasta desaparecer prácticamente de la literatura científica[8]. Y según avanzaba el siglo XX se fueron sucediendo nuevos hallazgos de homínidos y artefactos de enorme antigüedad, pero básicamente en África y otros lugares, no en Europa. De este modo, se desestimó la presencia humana en el Viejo Continente en épocas tan remotas y cualquier posible hallazgo al respecto era recibido con gran suspicacia y escepticismo.

Sin embargo, tal vez las cosas estén empezando a cambiar, dado que en los últimos tiempos han ido apareciendo esporádicas pruebas de restos humanos muy antiguos en Europa; por ejemplo, tenemos los hallazgos de Atapuerca (Burgos), que se pueden remontar a un millón de años o algo más. E incluso en la misma Gran Bretaña, el investigador Chris Stringer, del Museo de Historia Natural de Londres, encontró hace pocos años en el yacimiento de Happisburgh (Norfolk) huellas de presencia humana que se remontan al menos a 950.000 años. De este modo, Steven Plunkett, conservador del Museo de Ipswich, ha admitido recientemente que “tal vez ahora ha llegado el momento de que la reputación de Reid Moir en la comunidad científica sea reconsiderada”. Y así, quizá no falte mucho para que los hallazgos de James Reid Moir puedan ser justamente reivindicados y reconocidos, recuperando al fin el lugar que nunca debieron haber perdido en la historia de la arqueología.

 © Xavier Bartlett 2015


Agradecimiento

A los investigadores Richard Dullum y Kevin Lynch, miembros de la Pleistocene Coalition, por haber recuperado la memoria de Reid Moir a través de un exhaustivo trabajo bibliográfico y de campo.


[1] Cabe destacar que tal fraude tardó más de treinta años en ser detectado, gracias a la aplicación de los avances tecnológicos en los análisis de huesos y piezas dentales.
[2] Stopes también sufrió feroces ataques a finales del siglo XIX por haber proclamado la existencia de restos del hombre del Paleolítico en el Antiguo Egipto, lo que para los “expertos” de su época era un total disparate. Por supuesto, los hallazgos posteriores de Flinders Petrie y otros egiptólogos acallaron dichos comentarios.
[3] A falta de explicaciones razonables para esta pieza, hace unos pocos años el experto en Prehistoria Francis Wenban-Smith especuló con la posibilidad de que las marcas fuesen obra de un peregrino a Compostela de la Edad Media, que luego habría enterrado el objeto en el peñasco. Por cierto, hace tiempo que se perdió el rastro de este objeto, que actualmente está en paradero desconocido.
[4] Lamentablemente, en la actualidad esta pieza está desaparecida.
[5] CREMO, M.; THOMPSON, R. Forbidden Archaeology. Torchlight Publications, 1994.
[6] MOIR, J. R. Pre-Palaeolithic Man. W. E. Harrison, The Ancient House. Ipswich, 1919.
[7] Este argumento de los geofactos ha sido aplicado sistemáticamente a yacimientos con cierta polémica como el de Calico (California, EE UU) en el que los pedernales hallados por el equipo de arqueólogos fueron datados en 200.000 años. Estas piezas fueron identificadas por el prestigioso paleontólogo Louis Leakey como eolitos pero la mayoría de la comunidad científica desestimó esta identificación al considerar que las marcas de supuesta talla eran fruto de procesos naturales. (Por cierto, el propio Leakey era de los pocos que a mediados de siglo aún citaba los trabajos de Moir.)
[8] Este olvido se ha prolongado hasta nuestros días, y hasta la omnipresente Wikipedia ha ignorado olímpicamente la biografía de Moir.

4 comentarios:

Piedra dijo...

Esto sucede en todos los campos científicos, gracias a internet y siempre en páginas similares a esta, he descubierto a decenas de "herejes" que en su mayoría fueron grandes figuras de la ciencia de su tiempo, para quedar después deliberadamente olvidados y desterrados de la historia, unas veces por atentar contra el dogma y otras por hacerlo contra la mercantilización de determinadas ideas o descubrimientos.


Saludos.

Gon dijo...

Estimado Xavier.
Quisiera felicitarte por el libro. Lo he acabado de leer hace unas semanas y he de reconocer que me ha gustado muchísimo como aficionado a la historia.
Referente a enigmas hay uno que a mi me parece sorprendente y que en el libro no se menciona o no lo recuerdo. Hace referencia a la cultura de los Paracas. Por internet corren imagenes de calaveras notablemente mas grandes que las humanas y deformadas para ser más alargadas. Mirando lo que se conoce como la deformación craneal artificial encontramos que hay culturas separadas por espacio y tiempo que la han practicado y no me parece un hecho normal que algunos pueblos se pongan a modificar la cabeza de los bebes de la misma forma. He de destacar que algunas tienen un volumen craneal superior al habitual en el ser humano. Leí que se han encontrado en otros puntos del mundo pero no encuentro documentación por internet o no la se buscar correctamente.
¿Sabes si estas calaveras son reales o si se trata de algún fake de estos que corren por internet? ¿Es habitual que aparezcan seres humanos con un volumen craneal superior y forma también diferente?
Muchas gracias por el trabajo que haces exponiendo los agujeros de la ciencia actual.

Xavier Bartlett dijo...

Amigo Gon

Gracias por tus comentarios. El tema de los cráneos alargados es real y está documentado, La ciencia oficial dice que se trata de alargamientos artificiales con tablillas, y es cierto que eso existió pero el volumen craneal era el mismo. El problema es que se sabe que hay calaveras muy antiguas en varias partes del mundo cuya elongación era antural y que posiblemente pertenecían a una élite dirigiente, y aquí la ciencia no se quiere meter. De dónde salió esta gente es un misterio y no me atrevo a ofrecer respuestas, pero esta claro que debería investigarse sin prejuicios.
Saludos,
X

kevin dijo...

Hi Xavier
Looks as if you are ging to have a best seller here, Rick Dullum and myself are so pleased that you were able to find our researches into East Anglian Prehistory interesting, keep up the good work !!

Kevin Lynch