jueves, 29 de septiembre de 2016

Mitos y falsedades de la historia: la Armada que nunca fue “invencible” (2ª parte)


Análisis y reflexiones


Después de presentar una rápida visión de los hechos y de haber desmenuzado los principales mitos que aún subsisten sobre este episodio histórico, no parece necesario insistir en que la historia científica y la oficial (o popular, según se mire) difieren en bastante, pese a los esfuerzos científicos y divulgativos de los profesionales en las últimas décadas. Como resultado, aún en la actualidad la mayoría de la gente de Reino Unido y España sigue teniendo una imagen distorsionada de los hechos, porque la historia oficial predomina en forma de educación y cultura de masas y constituye una inercia de muchos siglos que no es fácil cambiar de un día para otro. Sin ir más lejos, el prestigioso diario británico The Times –con motivo de la conmemoración del 4º centenario de los hechos celebrada en 1988– aún sostenía en sus páginas que el mito es tan importante para los pueblos como la propia Historia.

Lo que sí es cierto es que la historia de la Gran Armada ha sido siempre mucho más estudiada y narrada por los historiadores anglosajones, quizá porque a los ingleses les motivaba más rememorar las glorias propias y echar en cara las miserias ajenas, mientras que a la historiografía española le interesaba más correr un tupido velo, como dice el tópico. Con todo, la relativa objetividad fue abriéndose paso y a finales del pasado siglo la mayoría de expertos se habían puesto de acuerdo en una visión más o menos compartida y menos nacionalista[1]. Con todo, algún historiador español como José Luis Casado Soto todavía se quejaba de la falta de deontología profesional de algunos colegas británicos, que tienden a ignorar todo aquello que no se publica en su lengua y a mantener a algunos tópicos ya más que superados. Además, Casado añadía que “las cosas que sabemos los académicos tardan mucho en llegar a los medios de comunicación y los tópicos y los mitos tienen una resistencia tremenda”, cosa que todavía se puede apreciar en algunos documentales de época reciente y en Internet, que teóricamente debería ser un espejo del saber actualizado y en constante progreso.

Modelo de un galeón inglés del siglo XVI
Sea como fuere, sólo realizando un estudio superficial de los hechos, uno se da cuenta enseguida de que muchos datos supuestamente objetivos siguen sin cuadrar, sobre todo en asuntos tan vitales como la cuantía de pérdidas de unos y otros o algunas fechas[2]. Después están las múltiples cuestiones técnicas y militares de la guerra naval y terrestre, con pequeños o grandes detalles complejos de entender para el lego en la materia, y que los comentaristas más expertos llevan a su terreno, con lecturas para todos los gustos y con cierto sesgo según el experto sea español o inglés. Por otro lado, muchas fuentes utilizadas por los investigadores durante décadas –o incluso siglos– pecaban no sólo de falta de contraste sino de falta de objetividad, entrando en valoraciones más bien poco fundamentadas y a menudo cargadas de prejuicio; lo que yo llamo “juicios históricos”. Aparte, tendríamos otras vías de aproximación a los hechos que se mueven en el terreno de la historia-ficción (los famosos what ifs ingleses, o sea, “lo que hubiera podido pasar si...”) y que no dejan de ser meros ejercicios de especulación, aunque algunos de ellos tengan ciertos visos de realismo[3].

Pero si uno toma la precaución de leer y contrastar a una amplia selección de los autores más recientes y mejor documentados, de la nacionalidad que sea, puede confirmar que los mitos sostenidos durante tanto tiempo no tienen ningún apoyo científico y que los análisis más racionales y sopesados de los hechos van apuntando a unas mismas líneas de interpretación que tratan de explicar objetivamente el fracaso de la Armada. Las paso a comentar someramente.

La ausencia del factor sorpresa y los retrasos


Los romanos pudieron invadir Gran Bretaña en el s. I d. C. con relativa facilidad porque estaban bien instalados al otro lado del Canal, porque disponían de una gran flota y porque frente a ellos no había realmente ninguna vigilancia o sistema defensivo costero, ni barcos ni fortificaciones, y ni siquiera existía unidad política entre las tribus britonas. Esta misma situación, con pocos cambios, se repitió mil años después con la invasión de Guillermo el Conquistador. Nada de esto se puede extrapolar al siglo XVI. Inglaterra y España llevaban años haciéndose un estrecho marcaje, y sabían bien de los planes de unos y otros. Dada la magnitud del proyecto de Felipe II, se hizo imposible ocultar la preparación de una gran escuadra de invasión, así como los movimientos de Farnesio en Flandes.

Además, la perspectiva de una guerra a gran escala ya había hecho reaccionar mucho antes a los ingleses, que prepararon una moderna flota de combate capaz de oponerse a la española tanto a la ofensiva como a la defensiva. Por otra parte, los graves retrasos sufridos en la creación y preparación de la Armada permitieron a los ingleses un amplio margen de maniobra para reforzar su sistema de vigías, su defensa costera y sus tropas de tierra ante la eventualidad de la invasión, si bien algunas medidas no fueron tomadas hasta el último momento. Así pues, el factor sorpresa de la operación era prácticamente nulo y llegado el momento los ingleses estaban esperando a la flota española con sus mejores recursos a punto[4], a lo que se sumó el esfuerzo militar de los rebeldes holandeses en neutralizar a las fuerzas españolas en Flandes.

Las desventajas técnicas y tácticas de la Armada


Culebrinas españolas (Fuente: Archivo de Simancas)
En gran parte ya se han expuesto las deficiencias de la Armada en este campo. Por un lado, según muchos autores, la artillería española no era mala en sí, pero no era de largo alcance ni se adaptaba al tipo de ataque que presentaron los ingleses: había demasiada diversidad de piezas (calibres), munición equivocada o insuficiente, o cañones difíciles de manejar y cargar[5]. La táctica española por excelencia era entrar al combate próximo y al abordaje, y los ingleses, sabedores de este punto, jamás cayeron en esa trampa, aunque en alguna ocasión se enfrentaron a los españoles a muy corta distancia. El propio Medina-Sidonia reconoció en una carta al Rey, fechada el 21 de agosto de 1588, la superioridad en combate de la artillería inglesa, mientras que el bando español sólo tenía superioridad en arcabucería y mosquetería, “y no viniéndose á las manos podía valer esto poco”. Por otro lado, las naves de guerra de la Armada no eran tan rápidas ni maniobreras como las inglesas y estaban atiborradas de soldados que no podían entrar en acción. Con todo, este no era el problema principal.

Galeaza (izq.) y galeón (der.) españoles del siglo XVI
Lo que perjudicaba, y mucho, a la escuadra de Felipe II era el hecho de contener un gran número de pesados mercantes a los que había que proteger y mantener en formación. Esto se hizo relativamente bien, con una buena organización, estricta disciplina y capacidad de reacción ante los movimientos ingleses, pero obligaba a una continua disposición defensiva bastante vulnerable al hostigamiento inglés. 

La Armada era en realidad una mezcla de convoy de transporte y de escuadra de guerra y así era casi imposible tener un papel ofensivo. A ello hay que sumar el hecho de estar lejos de sus bases, el desgaste sufrido por los temporales y otros factores y el alto consumo de munición sin obtener resultados. Y naturalmente, la Armada nunca pudo ejercer el papel para el cual presuntamente se la había enviado: acompañar, proteger y apoyar a la flota de desembarco de Flandes.

Complicada logística y comunicaciones deficientes


Estatua de Don Álvaro de Bazán
Una operación de esta envergadura implicaba muchísimo trabajo logístico y conjunción de esfuerzos que en la práctica resultaban complicados de ejecutar. Para aquella época se hizo lo que se pudo, pero el plan original de Bazán no fue respetado, en parte por su altísimo coste y en parte por el retraso que comportaba, ante la creciente impaciencia del Rey. Así, pese a los esfuerzos finales de Medina-Sidonia, la Armada adolecía de bastantes deficiencias logísticas, siendo una de las más claras la rápida pérdida de los víveres antes de llegar a las costas gallegas, aunque ya antes se habían producido graves errores, como embarcar a inicios de año a los tripulantes y soldados sin que la flota estuviese ni de lejos lista para zarpar, lo cual provocó muchas bajas por enfermedad sin haber salido del puerto.

Por otra parte, manejar una escuadra tan grande y pesada y mantenerla unida tras los temporales era tarea ardua. Tan sólo se habían fijado dos puntos de reunión en caso de dispersión de la flota, y esto afectó mucho a la primera parte de la travesía, causando un retraso de un mes. Después, se dio el serio contratiempo de gastar mucha munición y de no poder reponerla, ni a cargo de las autoridades francesas ni a cargo del “socio” en la operación, Alejandro Farnesio, lo cual ya es mucho más grave. Y en cuanto a la parte final de la travesía de la Armada, es obvio que los planes no preveían un alargamiento de la misión al tener que rodear las Islas Británicas, por lo cual se acabaron pronto las provisiones y el agua, con los resultados que ya conocemos.

Después tenemos el enorme problema de crear una gran flota de desembarco que debía partir de Flandes para arribar al condado de Kent, el punto ideal para iniciar el ataque terrestre, dado que estaba relativamente desguarnecido. Pero preparar las barcazas para 25.000 soldados se mostró misión imposible para Alejandro Farnesio, que tampoco pudo asegurar la posesión de algún puerto importante de Flandes desde el cual la Armada pudiese operar y ofrecerle apoyo. Y a pesar de que Farnesio llegó a estacionarse con sus tropas en Dunquerque y Niueport, a no muchos kilómetros de Calais, no hubo manera de conjuntar ambas fuerzas.

Ruta de la Armada
El apartado de las comunicaciones también tuvo su papel destacado, pues entonces no había comunicación inmediata como en la actualidad y se dependía de correos terrestres y de pequeñas naves para enviar y recibir mensajes desde y hacia el mar. Este aspecto se mostró vital en los movimientos de la Armada, por la necesidad de tener contacto con la corte del Rey y sobre todo con el duque de Parma. Sólo por poner un ejemplo, en una carta enviada por Felipe II a Medina-Sidonia, datada en El Escorial a 18 de agosto de 1588, el Rey hacía referencia a dos misivas recibidas con fechas 29 y 30 de julio y se alegraba al saber que la escuadra había llegado por fin al Canal de La Mancha, al tiempo que instaba al duque a reunirse cuanto antes con Farnesio. Por supuesto, en esa fecha toda la acción ya había tenido lugar, la operación había fracasado y la Armada estaba a la altura de Escocia.

Pero lo más catastrófico fue la falta de una buena comunicación entre los dos brazos de la misión. En este sentido, Medina-Sidonia envió hasta seis cartas a Farnesio desde el mismo momento de partir hasta adentrarse en el Canal y enfrentarse a la flota inglesa, pero por las razones que fuesen, éstas no llegaron a Farnesio o llegaron con excesivo retraso. Como resultado de esto, Medina-Sidonia –sin disponer de noticias de Flandes– no estuvo en condiciones de coordinar su misión con la de Farnesio, el cual a su vez desconocía la situación exacta de la Armada mientras seguía más o menos ocupado con sus preparativos. Además, ambos jefes esperaban nuevas instrucciones del Rey, que también necesitaban su tiempo para llegar a su destino. En consecuencia, cuando la Armada llegó a Calais, el enlace entre ambas fuerzas ya tenía difícil solución y las posibilidades de éxito del plan conjunto eran más bien escasas, por no decir nulas.

Las dudosas actuaciones de Medina-Sidonia y Farnesio


Ya hemos comentado ampliamente el rol de Medina-Sidonia en los eventos, metido en la Jornada de Inglaterra contra su voluntad y con un ánimo más bien poco optimista, por no decir derrotista. Algunos autores le recriminan su ineptitud y falta de decisión en los momentos clave, sobre todo cuando se tuvo a tiro la posibilidad de atacar a la flota inglesa en el puerto de Plymouth. Una vez más, no sabemos qué hubiera podido pasar, pero es bien posible que de haber estado el mando supremo en manos de un verdadero profesional del mar algunas cosas hubieran podido suceder de otro modo (más positivo para el bando español), aunque –visto el escenario en su conjunto– tal vez no hubiera habido gran diferencia en el desenlace final, pese a los mejores esfuerzos. 

Representación del combate entre la Armada y la flota inglesa

Sea como fuere, la divergencia o disparidad de opiniones entre el duque (detrás del cual estaba el Rey) y los “profesionales” posiblemente no facilitó las cosas en la ejecución del plan. Con todo, la mayoría de historiadores, españoles e ingleses, han descargado en gran medida a Medina-Sidonia de la responsabilidad principal del fracaso y apuntan a dos personas que tuvieron una influencia decisiva en los acontecimientos: el propio Rey y el duque de Parma. Empezaremos por este último.

Alejandro Farnesio aparece en esta historia como una pieza clave de toda la operación, encumbrado por su poder político, su reputación militar y su mando sobre las mejores tropas de que disponía España en aquel momento. El Rey ya había previsto que 10.000 de los soldados embarcados se unieran a las tropas de Flandes, pero sólo como un mero refuerzo, pues sin la participación de ese núcleo de experimentados veteranos de los tercios, la misión tenía pocas esperanzas de éxito. Sin embargo, ya en la obra de Cesáreo Fernández Duro se comenta que en la misma época de los hechos corrían rumores de connivencia entre Farnesio y la Reina Isabel, pues dio la impresión que su falta de implicación y desgana favorecieron en mucho al bando inglés, pues la fallida conjunción de la Armada con sus fuerzas debe achacársele en gran parte a él, puesto que Medina-Sidonia hizo lo posible y lo imposible –dentro de sus limitaciones y forzado por el acoso de la flota inglesa– para cumplir la parte del plan real que se le había encomendado.

Está claro que Farnesio había objetado gravemente al Rey sobre la conveniencia de la invasión de Inglaterra, empresa que veía inviable y muy arriesgada, y más aún mientras no se hubiera pacificado antes su Flandes –donde él estaba enzarzado en plena lucha con los rebeldes protestantes– y no se hubiera podido asegurar un puerto adecuado para recibir las naves de la Armada. Incluso cuando se enteró de que la Armada había fondeado en La Coruña, consideró que la misión estaba prácticamente finiquitada y retiró sus tropas de los puertos donde estaban acantonadas. Tampoco debió creer mucho en la posibilidad real de cruzar el Canal con 25.000 hombres embarcados en barcos pequeños (principalmente barcazas planas y de poco calado), expuestos a las malas condiciones del mar y sobre todo a un ataque inglés u holandés con poderosas naves de guerra. Con todo, emprendió la construcción de esa flota de desembarco siguiendo las órdenes reales, pero con poco convencimiento y premura, lo que se tradujo en una flota insuficiente y sin capacidad operativa.

Réplica del Golden Hind, galeón de Francis Drake
Esta falta de apremio (o de voluntad) quedó patente cuando el día 6 de agosto, Farnesio, estando en Dunquerque, todavía no había embarcado ni un solo hombre, ni provisiones ni municiones en sus barcos y no estaba en condiciones de emprender la travesía del Canal al menos en los quince días siguientes[6]. Aún así, Medina-Sidonia pidió a Farnesio que se uniese a él lo antes posible con los barcos y hombres que tuviera disponibles para hacerse a la mar y batir a las naves inglesas o bien tomar un puerto en la isla de Wight, a lo cual se negó Parma, aduciendo que sus barcos no habían sido construidos para el combate y que además esta acción no estaba contemplada en los planes del Rey[7]. Lo que pasó después, con la salida apresurada de la Armada, la batalla de Gravelinas y la desgraciada retirada por el norte, fue un cúmulo de circunstancias en las cuales Farnesio ya no estuvo implicado. Y la última esperanza de recuperar el plan original se perdió, como ya se ha comentado, con los vientos desfavorables que alejaron a la Armada del continente.

En otras palabras, en el momento más crítico y sin que Medina-Sidonia pudiera esperar ya más, falló decisivamente el segundo brazo de la operación, lo que de algún modo dio al traste con los planes españoles. Por lo tanto, y aunque la historiografía se haya cebado con la incompetencia de Medina-Sidonia, sorprende un poco que se haya pasado de puntillas sobre la gran irresponsabilidad de Farnesio, que sí era un militar con amplia experiencia y que tenía en sus manos la fuerza principal del ataque contra Inglaterra. Su falta de actuación, en ese sentido, resultó a la postre bastante peor que la actuación más o menos defectuosa de la Armada.

El megalómano plan de Felipe II


Y finalmente llegamos a la figura de Felipe II, promotor de la expedición. Aquí, de una forma más o menos explícita, los investigadores coinciden en apuntar su decisiva responsabilidad por los hechos acaecidos, una responsabilidad que él no asumió en lo más mínimo. Efectivamente, el Rey, una vez conocida la magnitud de la tragedia por las noticias que le llegaron de los puertos del norte, aceptó el fracaso con resignación, no hizo el más mínimo reproche a Medina-Sidonia[8] (ni tampoco al duque de Parma) y consideró que lo que había pasado era la voluntad de Dios y no había pues que lamentarse por ello.

Busto de Felipe II
Si uno lee los documentos y cartas de la época, podrá ver sin dificultad una obsesión continua y casi enfermiza por parte del Rey de poner a Dios como justificación y patrón de su empresa, dejando claro que al final todo estaría en manos de la divina providencia y que esperaba que, en efecto, Dios acompañara al éxito de la Armada. Así, el Rey dijo literalmente: “Porque las victorias son don de Dios, y Él las da y quita como quiere.” Con esta mentalidad, aparte de llenar los barcos de clérigos y de dar a la Jornada un espíritu de cruzada, llegó a emitir instrucciones precisas prohibiendo expresamente el juego, la presencia de mujeres y cualquier tipo de blasfemia, juramento o actitud pecaminosa entre las tripulaciones. En suma, el Rey creía que a donde no llegaran los hombres y los barcos, llegaría Dios, que se impondría sobre los herejes y los contratiempos de la naturaleza. Pero, obviamente, esto no fue así.

Ahora bien, dejando a un lado este halo fatalista y ultra-religioso, no resulta creíble que Felipe II fuese un desconocedor de la realidad de la guerra. Tenía ciertos conocimientos y experiencias militares, aunque quizá no tanto como su padre, que tuvo un perfil más guerrero. Asimismo, siempre estuvo bien informado de los planes y movimientos ingleses y sabía muy bien del rearme naval inglés y de las capacidades de sus nuevos galeones y de su artillería, advertencia que hizo llegar al propio Medina-Sidonia. Sabía con creces que su escuadra se enfrentaría a un enemigo poderoso que luchaba por su soberanía, su Reina y su fe anglicana, y con la ventaja de operar en sus aguas, con la cercanía de sus puertos y acceso rápido a recursos (vituallas, municiones, etc.). No hay ninguna duda de que tanto Felipe II como sus altos mandos estaban al corriente de todo esto, y para muestra véase este fragmento de una carta de un experto marino, el capitán Marolín de Juan, que contiene estas inequívocas palabras:

“Sabe vuestra majestad de cuanta importancia es la empresa..., y las fuerzas de navíos, gente, artillería y otros pertrechos de guerra que por la mar tiene Inglaterra, y que hemos de pasar por sus puertos de donde con más ventajas y menos daños suyo nos podrán acometer y retirarse...”[9]

Pese a todo ello, el monarca prefirió mirar para otra parte y despreciar las fortalezas del adversario, confiando ciegamente en que, llegado el momento de enfrentarse a la flota inglesa, la Armada se impondría a su rival por su fuerza intrínseca y con la ayuda divina, tal como se refleja en esta instrucción:

“Si no topárades enemigo hasta Cabo de Margat y hallárades allí al Almirante de Inglaterra con su Armada, solamente, y aunque topárades juntas las del dicho Almirante y la de Draque, sería la vuestra superior a entrambas en calidad; y así en el nombre de Dios, y con tal causa como lleváis, podréis, procurando ganarle el viento y todas las demás ventajas, darles la batalla y esperar de nuestro Señor la Victoria.”[10]

Como se ve, el Rey daba por hecha la gran superioridad cualitativa de la Armada y esperaba que una enorme y lenta flota, lastrada por los pesados buques de carga, pudiera maniobrar rápida y eficazmente para tener el viento a su favor. Así las cosas, parece que lo que realmente preocupaba a Felipe II –olvidando el realismo militar– era insuflar ánimos al responsable máximo de la Armada.

Puerto de Lisboa a finales del siglo XVI
Por otro lado, desechó los planes de Bazán y Farnesio para hacer el suyo propio, que en cierto modo era una combinación de los dos, al menos en parte. En este punto se mostró bastante detallista y específico en sus directrices, dejando claro que debía cumplirse escrupulosamente lo que él había estipulado. Sin embargo, resulta incomprensible que su plan no explicase exactamente cómo se iba a implementar la unión de las dos fuerzas españolas, ni tampoco se aclarase cómo se iban a desarrollar los movimientos militares una vez pisado suelo inglés. Finalmente, a la muerte de Bazán, Felipe II escogió como sucesor no a un hombre de acción sino a un hombre con poca o ninguna capacidad de actuar por su cuenta en temas navales. Lo lógico, desde un punto de vista técnico, hubiera sido elegir a Martínez de Recalde o bien a Oquendo como jefe supremo[11], ya que eran expertos marinos y habían luchado codo con codo junto a Bazán. No obstante, prefirió al duque, tal vez con la idea de que éste iba a ceñirse estrictamente a su plan y que además podría imponer una visión única frente a las opiniones o rivalidades entre los mandos navales de la flota. En cualquier caso, su elección tenía visos de ser una receta para el desastre, dado que el mismo Medina-Sidonia no se veía capaz para el cargo, adolecía de falta de criterio y mantenía una actitud pesimista acerca de la viabilidad de la empresa.

Tampoco el Rey debió pensar en los problemas logísticos de operar tan lejos de España y sobre todo sin haber asegurado la situación en Flandes, como le pidió insistentemente Farnesio. Felipe II, no obstante, tenía otras opciones, como la recomendada por el católico inglés Sir William Stanley, que aconsejó un desembarco en Irlanda, territorio que se podría tomar sin muchas dificultades con unos pocos miles de hombres y que serviría de base para un posterior ataque a Inglaterra, con el apoyo de los irlandeses y la disponibilidad de buenos puertos[12]. Sea como fuere, todas las opiniones profesionales consultadas por el monarca coincidían en la necesidad de asegurar al menos un puerto grande cerca de Gran Bretaña para emprender la acción. Pero nada de esto pareció influir en los planes del Rey.

En suma, la idea de Felipe II de emprender una gran operación anfibia, con un convoy mixto de transportes y naves de combate y una flota de barcazas no funcionó por las dificultades de coordinación y comunicación de ambas fuerzas, aparte de las carencias logísticas, técnicas y militares ya citadas, y eso sin tener en cuenta las adversidades meteorológicas. En efecto, Felipe II no calculó los grandes problemas que podrían surgir sobre la marcha y falló en la planificación del punto más importante, la unión de sus dos fuerzas, con el agravante de que las prisas hicieron partir a la Armada aún no suficientemente dispuesta, según lo que había proyectado Bazán[13].

Por otro lado, el Rey quizá no supo o no quiso ser tan riguroso con Alejandro Farnesio, que parecía ir por libre en sus actuaciones, mostrándose poco proclive a arriesgar sus valiosos tercios en una empresa en la que no creía. Nunca sabremos qué hubiera pasado si las barcazas de Flandes se hubiesen hecho a la mar, pero si Medina-Sidonia no hubiera podido apoyarlas convenientemente es de suponer que ingleses y holandeses hubiesen dado buena cuenta de ellas. Quizá ese miedo fue lo que retuvo a Farnesio, pero aquí entraríamos en el terreno de la mera especulación.

Tras examinar los acontecimientos históricos desde casi todas las perspectivas, nos quedaría por desvelar la incógnita de por qué el Rey Prudente perdió la prudencia y se embarcó en una empresa no imposible pero sí muy compleja, aun contando con enormes recursos humanos y materiales. Y todavía es más desconcertante que el Rey no aprendiese de la primera experiencia y a finales de su reinado enviase contra Inglaterra dos flotas semejantes a la primera Armada, con los mismos resultados decepcionantes. Y sin embargo, es sabido que en otros muchos frentes –y adoptando estrategias más racionales y coherentes– el Rey obtuvo mucho mejores resultados.

Galeón español del siglo XVI
En efecto, Felipe II podía ser un hombre de ideas fijas, pero también era un hombre de estado y conocedor de los asuntos políticos y militares, como ya se ha comentado. Tuvo en todo momento consejeros militares de primer orden y cuando se hacían bien las cosas, las fuerzas españolas podían batir a casi cualquiera, como demostraron Bazán y otros almirantes en el terreno naval o el propio Farnesio en la guerra terrestre. Por todo ello, como han sugerido algunos historiadores, no sería aventurado plantear la hipótesis de que Felipe II realmente no quiso en ningún momento invadir Inglaterra sino sólo acosarla, atemorizarla o amenazarla con un gran despliegue de medios. Del mismo modo, los ingleses estaban capacitados para atacar las costas peninsulares, emprender saqueos o hundir barcos, pero no realmente para llevar a cabo una invasión.

A este respecto, vale la pena destacar que Felipe II escribió a Medina-Sidonia, ya a inicios de septiembre, para comunicarle que si las cosas no iban según lo previsto (¿lo suponía o lo esperaba?), se pusiese a las órdenes del duque de Parma para lo que él estimase oportuno, lo que vendría a ser un “plan B” improvisado, ya que nunca fue contemplada ninguna alternativa viable en el proyecto inicial (otro error de bulto). En todo caso, el documento muestra sin ambigüedades que el Rey, en el fondo, era más realista de lo que podría parecer y que posiblemente tenía mayor interés en salvaguardar las mejores tropas para los conflictos en el continente. En este sentido, el mensaje expone a las claras que el Rey daba por hecha la supeditación de Medina-Sidonia y de la Armada a los dictados de Farnesio, que precisamente puso poco empeño en estar a punto para cruzar el Canal e invadir Inglaterra y que rogó a Medina-Sidonia –como ya se ha citado– que abandonase su plan de retirada por el norte y se refugiase en puertos nórdicos para colaborar luego con él en Flandes. Este es el texto:

“Demás de lo que veréis por la carta de último del pasado, que aquí va duplicada, me ha parecido ordenaros que si el Duque de Parma, mi sobrino, os avisase que para lo que él había de emprender (no habiendo habido lugar lo principal á que fuistes), será menester por allá el calor de esa Armada, y ella se hallase con fuerzas y en parte que se pueda sin peligro entretener, procuréis hacer lo que él os escribiere que conviene, tomando resolución conforme á su parecer, aunque sea otra nueva forma fuera de las contenidas con el apuntamiento que va con el otro despacho, que por la importancia de un caso en el cual (sucediendo) mando al Duque que os escriba esto y no en otro fuera del, os lo torne en servicio particular; vos daréis entero crédito á lo que en virtud de esta carta el dicho Duque os avisare.”[14]

En conjunto, y a modo de conclusión, vemos que una operación largamente planeada, consultada con expertos, afanosamente preparada (y vuelta a preparar tras los hechos de Cádiz de 1587), y con un altísimo coste económico tenía en realidad mucha más fachada que firmes cimientos. Esto mismo se podría aplicar a la iniciativa inglesa de 1589, que en gran parte pecó de los mismos males que condenaron a la Gran Armada, si bien tuvo la “suerte” de no padecer unos terribles temporales como los de Irlanda. Así pues, tal vez los dos monarcas en liza prefirieron dirimir el resultado de la guerra en otros frentes y evitar un choque directo a gran escala en el territorio del otro país, jugando más bien a las escaramuzas y las amenazas, aunque ese diabólico juego fuese muy costoso en dinero y en vidas. 

Naufragio de naves a causa de las tempestades


Epílogo


Llegados a este punto, quizás deberíamos abandonar la visión de las clásicas historias nacionales, los episodios épicos, las maniobras políticas de reyes y reinas, las tópicas gestas de descubrimientos y conquistas, etc. para ver la realidad tal cual era en esa época. En este sentido, la historiografía moderna ha tendido a dejar en segundo plano las vidas y hechos de los grandes personajes para centrarse más en la evolución social, política y económica de los pueblos, pero todavía no se ha hecho –a mi modesto parecer– un análisis profundo de los acontecimientos buscando una razón de ser a tantas cosas ilógicas e inexplicables que realmente no comprometieron a los “protagonistas de la Historia” sino a las personas del pueblo llano, los que realmente sufrieron los hechos en sus propias carnes.

Así, tanto la Armada como otras empresas similares del último cuarto del siglo XVI supusieron un enorme gasto económico y una fútil pérdida de miles de hombres en una confrontación que no podía ofrecer una clara victoria a ningún contendiente, sino sólo un creciente e insoportable desgaste sin sentido. De hecho, la escalada militar entre Inglaterra y España llevó contra las cuerdas a ambas potencias, que tuvieron que endeudarse hasta las cejas para mantener el esfuerzo bélico, llevando en el caso del Imperio Español a la bancarrota en más de una ocasión.

Memorial de la Armada en Irlanda

Desde esta visión, podemos afirmar que la brillante historia del Imperio Español del siglo XVI fue una continua sucesión de guerras contra imperios indígenas americanos y contra potencias europeas, con un gran derroche de recursos y una ingente pérdida de vidas. El oro y la plata llegados de América nunca elevaron significativamente el nivel de vida de los españoles, que siguieron en su mayor parte viviendo en la pobreza; más bien sirvieron para sufragar las continuas campañas militares de Carlos I y Felipe II, y más adelante las de Felipe III y Felipe IV, ya en el siglo XVII.

Quizá deberíamos ver ya la otra cara de la historia, la de aquellos que –en el engañoso nombre de su rey, patria o fe– lo dieron todo, y en muchos casos hasta la vida. Vale la pena recordar ahora narraciones tan dramáticas como la del capitán de la Armada Francisco de Cuéllar[15] (al mando del galeón San Pedro), que sufrió lo indecible para sobrevivir en Irlanda y volver a España. Entretanto, las Armadas y Contra-Armadas sólo sirvieron para reforzar a los monarcas en sus posiciones y para alimentar una espiral de muerte y destrucción, de la cual sólo salieron realmente beneficiados los banqueros europeos.



Apéndice: anécdotas y curiosidades

 

La Armada que no llegó a zarpar

La mayoría de la gente ha oído hablar de la Armada Invencible, pero son muy pocos los que conocen la existencia de las posteriores Armadas que partieron rumbo a Inglaterra ya a finales del reinado de Felipe II. Y todavía es menos conocida para el gran público la existencia de una “primerísima” Armada, que se fraguó cuando aún no se habían iniciado las hostilidades oficiales de la guerra hispano-inglesa de 1585-1604. Esta flota, creada a modo de operación de castigo, fue de hecho el primer intento por parte de Felipe II de someter a Inglaterra, dada la creciente hostilidad de la reina Isabel I contra los intereses de España. Así, en 1574 encargó a unos de sus almirantes más expertos, Pedro Menéndez de Avilés, la preparación de una Armada de unos 300 barcos y unos 30.000 hombres embarcados, que el propio Menéndez debía comandar. Sin embargo, cuando se estaba aprestando esta flota en Santander, se extendió una epidemia de peste que se llevó por delante la vida de muchos hombres, incluido Menéndez de Avilés, tras lo cual la operación fue cancelada.

El desastre de las provisiones

En el siglo XVI las técnicas de almacenamiento y conservación de víveres en los barcos no eran mucho mejores que en la época medieval. Aún con los mayores esfuerzos, los alimentos –y también el agua– se acababan por estropear. Sin embargo, lo que pasó con la Armada fue un cúmulo de desgracias y despropósitos. Había que reunir muchísimos víveres y agua para tanta gente (alrededor de 30.000 hombres) y tanto tiempo, y muchos de ellos se almacenaron con excesiva antelación en los barcos, con lo que se estropearon prontamente debido a la acumulación de humedad[16]. Además, en la incursión de Drake de 1586 los ingleses habían destruido con gran acierto multitud de duelas y aros para toneles, siendo las primeras de madera bien curada. Esto provocó que los toneles fabricados a posteriori no disfrutaran de esas duelas de calidad y sufrieran enseguida problemas de estanqueidad. Por ese motivo a los pocos días de emprender la travesía, la Armada ya había perdido gran parte de sus víveres y agua, lo que obligó al duque a dirigirse a La Coruña (y las tormentas llegaron inmediatamente después...).

 

Una expedición variopinta

Según los detallados registros de la época, la gran mayoría de los hombres que formaban parte de la Armada eran marineros o soldados de varias nacionalidades (españoles, portugueses, italianos, alemanes, flamencos, irlandeses, etc.), pero también consta que había otros muchos personajes embarcados de diverso origen, algunos de ellos de dudosa función militar. Por ejemplo, había unos pocos católicos ingleses al servicio de Felipe II, 180 religiosos, 85 sanitarios (¡bien pocos para 30.000 hombres!), 19 administradores de justicia, 116 aventureros con sus 465 sirvientes, 228 caballeros entretenidos acompañados de 167 criados, y 22 caballeros y 50 criados adscritos a la casa del duque.

No conviene contrariar al Rey

Como es bien sabido, Medina-Sidonia le rogó a Felipe II no ser elegido para tan alta responsabilidad, no viéndose capaz de llevar a buen puerto la empresa. En este sentido, el mismo mes de febrero de 1588 le envió al Rey unas cartas muy directas y muy francas excusándose para el servicio que se le encomendaba. Pero dado el tono de dichas cartas, fueron “interceptadas” por los consejeros del Rey –nunca llegaron a sus manos– para evitar males mayores. La respuesta al duque por parte de los consejeros Cristóbal de Moura y Juan de Idiáquez, en carta del 22 de febrero, fue contundente: no se habían atrevido a pasar dichas cartas al Rey por la gravedad de lo allí se decía, y le dejaban muy claro a qué debía atenerse:

Y para q lo sea importa la eleçion de V. S. q con no averla pretendido puede emprender con más animo lo a q Dios y el Rey le llaman. Y mire V. S., q de aqui cuelga conservar la reputación y opinión q el mundo oy tiene de su valor y prudencia y q todo esto se aventura con saberse lo que nos escrive (de q nos guardaremos bien) quanto mas con passar adelante con tal determinación, q no se puede esperar de V . S., a quien Dios alumbre y guarde.

En suma, traduciendo del castellano del siglo XVI y de los formalismos de palacio, se le decía al duque que tenía que apechugar con el nombramiento, no fuera que los consejeros hiciesen llegar al dominio público (“de que nos guardaremos bien”) las opiniones vertidas en esas cartas, destrozando así su reputación pública.

Pobres bestias

El día 10 de agosto de 1588, con la escuadra dirigiéndose ya hacia Escocia y con gran escasez de agua y vituallas, Medina-Sidonia ordenó tirar al mar todos los caballos y mulas restantes, justamente a fin de reservar el agua para los marineros y soldados. En ese momento, el duque no pensó que tal vez esos animales hubiesen sido de provecho, sacrificándolos para al menos obtener algo de comida. Pero lo peor fue cuando al día siguiente se avistaron sobre el agua bastantes de esas pobres bestias arrojadas al mar que nadaban como podían para intentar llegar hasta la flota, la cual se iba alejando de su alcance sin remedio. Debió ser para muchos hombres una visión tristísima.

Sí, pero no con mi dinero

A pesar de que la empresa de la Gran Armada se hacía principalmente en nombre de la religión católica, el Papado mantuvo una posición no del todo comprometida con Felipe II. En principio, el Papa Sixto V se había mostrado muy hostil al anglicanismo e incluso había instado a la realización de alguna acción contra Inglaterra, para lo cual apeló reiteradamente a Felipe II. Pero cuando el monarca español solicitó fondos al Papa para sufragar la expedición, el pontífice –conocido por su tacañería– no pareció muy dispuesto a aportar dinero de sus arcas y sólo se comprometió al pago de 300.000 ducados de oro (del millón solicitado por el Rey) con estas condiciones: el 50% una vez las tropas españolas hubieran pisado suelo inglés y el 50% restante en sucesivos plazos cada dos meses. Al final, no pagó ni un solo ducado. Y una vez fallida la empresa, el Papa le pidió a uno de sus cardenales que escribiera en su nombre al Rey para consolarle y animarle a que lo intentase de nuevo, pues temía que –en caso de escribir él directamente a Felipe II– le daría excusa para pedirle otra vez dinero. Además, el Papa le había confesado a un embajador de Venecia su admiración por la reina Isabel, dada su gran valía, y que sería de su máximo aprecio... de haber sido católica.

Problemas con el idioma

John Hawkins... o "Juan Acles"
Para muchos españoles, hasta la actualidad, el dominio de lenguas extranjeras ha sido siempre una asignatura pendiente. En el siglo XVI, tal situación era bastante peor y si apenas había gente que leyese y escribiese correctamente el castellano, qué se puede decir de otros idiomas. Así, en los documentos de la época vemos reflejada esta gran deficiencia, sobre todo en los topónimos. Así, las fuentes nos hablan de Calés, Plemua, Alixarte, Wych, Sandavi, Dobla o Dililin, que se refieren respectivamente a Calais, Plymouth, Lizard, (isla de) Wight, Saint Davids, Dover y Dublín. En cuanto a los nombres y apellidos ingleses, también se los españolizaba sin mucho miramiento. Por ejemplo, Francis Drake era Francisco Draque (o Draques), William Stanley era Guillermo Estanleu, y John Hawkins era... ¡Juan Acles! Por lo que se refiere a la lengua hablada, las cosas no estaban mucho mejor. En aquella época el conocimiento de otros idiomas era muy escaso, bastante restringido a viajeros, comerciantes, gentes de letras y diplomáticos. Así, cuando el capitán Francisco de Cuéllar trataba de huir por Irlanda no se pudo entender con prácticamente nadie, pues ni él hablaba inglés –ni gaélico– ni los irlandeses castellano. Sólo en una ocasión pudo entenderse medianamente con un irlandés, ya que ambos hablaban un modesto pero suficiente... latín (que todavía era la lingua franca de la cultura en Occidente).

Primero es el negocio

Vistas las grandes necesidades logísticas de la Armada, tanto Bazán como Medina-Sidonia se vieron obligados a comprar o confiscar una gran cantidad de recursos materiales en media Europa para abastecer a la flota. Y así, aunque parezca sorprendente, hasta unos mercaderes ingleses, algunos de ellos con sede en Bristol, pusieron por delante el negocio antes que los intereses de su país. Según Robert Hutchinson, al menos se realizaron nueve envíos de mercancías de contrabando con destino a la Armada por valores que oscilaban entre las 200 y las 3.000 libras. Pero lo mejor de todo es que tales cargamentos no sólo incluían provisiones sino también... ¡munición y pólvora! No se sabe el destino final de estos comerciantes (quizá alguno fuera simpatizante católico), pero se puede uno imaginar lo peor una vez fue descubierto su juego.

El éxito de la propaganda

La reina Isabel I se mostró muy hábil en el terreno de la política y de la guerra. No hay duda de que supo dirigir bien a sus hombres de armas y aunar a toda la nación frente al peligro exterior. Es famoso su heroico discurso a las tropas acampadas en Tilbury (Essex), que ha sido mostrado durante siglos como un ejemplo del valor y la resolución de la Reina ante la amenaza de invasión española. Sin embargo, analizando los hechos históricos, se ve con facilidad que tal discurso fue una astuta operación de propaganda, cuando la Reina ya tenía todos los ases en la mano. En efecto, la arenga tuvo lugar el 19 de agosto y en ella la Reina dijo literalmente: …shortly we shall have a famous victory over the enemies of my God and of my kingdom (“Pronto obtendremos una famosa victoria sobre los enemigos de mi Dios y de mi reino.”) En concreto, Isabel I advertía del embarque de las tropas de Flandes, dispuestas a atacar Inglaterra en breve plazo. Además, añadió que en esos momentos difíciles no pensaba en abandonar a su ejército para regresar a la seguridad de Londres. Pero la realidad es que en esa tardía fecha la Reina sabía muy bien que la Armada española estaba ya en retirada, rodeando Escocia, y que los tercios de Flandes no estaban en condiciones de operar contra Inglaterra, de lo cual se deduce que el rumor sobre Farnesio fue un mero bluff propagandístico creado por ella misma para afianzar su poder y su prestigio.

Paralelismos con el siglo XX

Cuando a mediados de 1940 Hitler se propuso atacar e invadir Inglaterra, no disponía de una flota de guerra capaz de enfrentarse a la Royal Navy, pero sí de una potente flota aérea (la Luftwaffe) que podía ofrecer cobertura a la invasión terrestre. Pero sucedió algo muy similar a lo ocurrido en 1588. Los alemanes vieron que la lucha les era desfavorable en varios aspectos y que ni sus tácticas ni su fuerza aérea –que había sido muy eficaz en otros teatros– se adaptaban a la guerra sobre el Canal y sobre suelo inglés[17]. Enviaron unas enormes formaciones de lentos bombarderos –al estilo “Gran Armada”– que fueron atacadas por los rápidos cazas ingleses en incursiones fugaces. En este contexto, los cazas alemanes (los “galeones”), que ejercían una mera función defensiva y dependían de los pesados bombarderos (las “urcas”), se vieron impotentes para obtener una ventaja decisiva sobre sus adversarios aéreos. Los ingleses nunca presentaron la batalla que favorecía a los alemanes: el combate cerrado entre grandes formaciones de cazas. En cambio, tuvieron su particular batalla de Gravelinas el 15 de septiembre, al aplicar su fuerza en masa contra los bombarderos que atacaban Londres, provocándoles muchas pérdidas. Como resultado, el desgaste alemán se hizo totalmente insoportable. Así, la Luftwaffe, aun sin haber sido derrotada del todo, se vio fuera de combate para garantizar el apoyo a la invasión terrestre, tras lo cual las barcazas y tropas estacionadas en la costa continental –que nunca llegaron a actuar, como las fuerzas de Farnesio– fueron retiradas al iniciarse el mal tiempo del otoño británico. En suma, 1588 y 1940 vieron la ejecución de un plan megalómano, que condujo al despliegue de una gran fuerza inadecuada y con escasa pegada real, incapaz de hacer daño realmente a los defensores ingleses, y con una fuerza terrestre del todo inoperante.
 
© Xavier Bartlett 2016

Fuente imágenes: Wikimedia Commons

 

Bibliografía


CASADO SOTO, J. L. Los barcos españoles del siglo XVI y la Gran Armada de 1588. Ed. San Martín. Madrid, 1988.

FERNÁNDEZ DURO, C. La Armada invencible. Impresores de la Real Casa. Madrid, 1885. 

GONZÁLEZ-ARNAO, M. “1589: El desastre de Drake en La Coruña y Lisboa.” Historia 16, n.º 156. Madrid, 1989

HERRERA ORIA, E. Historia de España y de sus Indias (tomo II). La Armada Invencible. Academia de estudios histórico-sociales de Valladolid. Madrid, 1929.

HUTCHINSON, R. The Spanish Armada. Thomas Dunne books, 2014.

MARTIN, C.; PARKER, G. La Gran Armada. Booket, 2013.

MARTÍNEZ-VALVERDE, C. “Consideraciones sobre la jornada de Inglaterra, 1588.” Revista General de Marina. Enero, 1979

MATTINGLY, G. La Armada Invencible. Barcelona, 1961.



[1] Esta labor pudo ser posible gracias al gran esfuerzo conjunto de cinco equipos de investigadores internacionales que revisaron entre 1981 y 1989 millones de antiguos documentos de varios países.
[2] El problema de las fechas viene marcado en particular porque tradicionalmente muchos historiadores anglosajones han relatado los hechos siguiendo el antiguo calendario usado en Inglaterra en aquellos tiempos, cuando en el resto de Europa ya se había adoptado el calendario gregoriano.
[3] Por ejemplo, el riguroso hispanista británico Geoffrey Parker (Universidad de St. Andrews) estaba convencido de que en caso de haber desembarcado las tropas españolas en Kent, éstas hubieran derrotado fácilmente a las fuerzas inglesas que les hubiesen salido al paso, dada su superioridad cualitativa.
[4] Y pese a todo, rozaron el desastre, al ser dispersada en el Atlántico su escuadra de contraataque, que luego fue descubierta (y no atacada) por los españoles en Plymouth, cuando se estaba reabasteciendo. Por otro lado, la Reina no era partidaria de mantener un gran ejército en pie, por el alto coste que esto comportaba, y en cuanto la amenaza se desvaneció, procedió a desmovilizar gran parte de sus tropas.
[5] Los expertos señalan que las cureñas (soportes del cañón) españolas eran pesadas y con dos grandes  ruedas, mientras que las inglesas eran más ligeras y de cuatro ruedas, lo que facilitaba el manejo y la recarga. Se dice que por este motivo los artilleros ingleses, aparte de estar mejor adiestrados, podían disparar tres salvas mientras los españoles sólo disparaban una.
[6] Según consta en el Documento 168 de Fernández Duro:  Relación de lo subcedido á la Armada de S. M. desde el 22 de Julio hasta 21 de Agosto de 1588.   
[7] Según Documento 183 de Fernández Duro: Carta del duque de Parma al cónsul de España en Venecia.
[8] Aunque parezca extraño, Medina-Sidonia nunca se presentó ante el Rey para darle explicaciones. Le envió su informe y –con el permiso real y una vez restablecido– se retiró a sus posesiones en Andalucía, donde murió en 1619.
[9] Carta de Marolín de Juan al Rey, datada en Lisboa a 9 de febrero de 1588.
[10] Documento 94 de Fernández Duro: Instrucciones (del Rey al duque de Medina-Sidonia).
[11] El propio Recalde, tras la muerte de Bazán, llegó a ofrecerse al Rey como sustituto en el mando supremo de la Armada, pero éste descartó su candidatura. Es posible que a partir de ahí se generara el distanciamiento entre el jefe de la Armada y el Consejo, e incluso parece ser que Recalde había escrito una serie de quejas sobre el duque para presentarlas al Rey a la vuelta a España.
[12] De hecho, en un plan inicial propuesto por Juan de Zúñiga y Requesens, presidente del Consejo de Estado del Rey, se planteaba como paso previo al ataque a Inglaterra el desembarco en Irlanda para disponer de una base sólida desde la que operar. No obstante, el Rey descartó esta opción en su plan definitivo, fijado en septiembre de 1587. La expedición de 1596 sí tenía previsto aplicar ese proyecto, aunque finalmente no pudo llevarse a cabo.
[13] Véase que 225 años después, Napoleón, aun disponiendo del territorio propio como firme base, con una flota franco-española más que notable y con 200.000 soldados acantonados en Boulogne, no se atrevió a invadir Inglaterra, por las inseguridades del Canal, la climatología y el poderío de la Royal Navy.
[14] Carta del Rey a Medina-Sidonia, datada en San Lorenzo del Escorial, a 3 de septiembre de 1588. (documento n.º 163 de Fernández Duro)
[15] Este relato está disponible en Internet (http://hispanismo.org/historiografia-y-bibliografia/1687-carta-del-capitan-don-francisco-de-cuellar.html) y es un documento indispensable para revivir en primera persona el drama humano de los embarcados en la Armada.
[16] Sorprende en este sentido que grandes cantidades de un alimento tan básico para las expediciones de la época como el bizcocho tuviera que ser importado nada menos que desde Italia.
[17] Los cazas monomotores carecían de suficiente autonomía para luchar prolongadamente sobre el sur de Inglaterra y los cazas bimotores eran poco maniobreros. Sus bombarderos estaban poco armados y no podían llevar gran cantidad de bombas, mientras que los temidos Stukas eran demasiado lentos y vulnerables para operar sobre Inglaterra. Además, algunos autores señalan que el “Medina-Sidonia” de Hitler, el mariscal Göring, aun siendo un antiguo aviador, no conocía los entresijos de la guerra aérea moderna y que sus decisiones y directrices –no apoyadas por los profesionales– fueron muy dañinas para el devenir de las operaciones.