viernes, 21 de julio de 2017

Sobre el origen del hombre (2ª parte)


El registro fósil humano: cada experto con su especie


Los datos paleontológicos, cada día más abundantes e informativos, aunque, obviamente, no “completos” (Foote y Sepkoski, 1999; Benton et al., 2000) parecen resultar progresivamente más coherentes (por fin) con los datos neontológicos, es decir, los que nos indican cómo y porqué cambian los organismos. Cada vez resulta más claro que los cambios de organización biológica a gran escala, los grandes cambios de fauna y flora que han dado nombre a los principales períodos geológicos, están asociados afenómenos catastróficos de dimensiones globales que se han producido en nuestro planeta a lo largo de la historia de la Vida: caídas de enormes asteroides que han producido crisis ecológicas y climáticas a gran escala, acompañadas a veces de inversiones del campo magnético terrestre, que han dejado a la Tierra sometida a un violento bombardeo de radiaciones (Erickson, 1992), han provocado extinciones masivas seguidas de súbitas remodelaciones en las formas preexistentes. Según el prestigioso paleontólogo T. S. Kemp (1999): “Niveles muy altos de evolución morfológica, ocurren de forma característica a continuación de una extinción masiva.” Esta aparición de nuevas morfologías, necesariamente brusca, porque ha de producirse mediante cambios en el desarrollo embrionario, y esta situación de entorno prácticamente vacío, tiran por tierra, por otra parte, la visión competitiva implícita en el supuesto mecanismo de la selección natural.

Stephen Jay Gould
En palabras de S. J. Gould (uno de los más brillantes paleontólogos de los últimos tiempos), “La esperanza darviniana de una extrapolación suave de acontecimientos a pequeña escala (que pueden estudiarse directamente) al gran panorama geológico se viene abajo, y debemos reconocer el carácter distintivo que las extinciones masivas imponen a la historia de la Vida. [...] Si la mayor parte del tiempo se consume en períodos de recuperación, los modelos competitivos se vienen abajo...” Y estos hechos no sólo cuentan para los notables cambios morfológicos que se observan tras las extinciones masivas, sino también para las diferenciaciones a niveles taxonómicos inferiores. La Teoría del equilibrio puntuado, elaborada en 1972 por S. J. Gould y N. Eldredge (que en realidad no es una teoría, porque no propone una explicación, sino que se limita a describir lo que se observa en el registro fósil), ha puesto de manifiesto unos hechos, también sistemáticos, y que ya eran reconocidos por los paleontólogos predarwinistas: 1º En cualquier área local una especie no surge gradualmente por transformación constante de sus antecesores, sino que aparece de una vez y plenamente formada. 2º Las especies aparecen en el registro fósil con una apariencia muy similar a cuando desaparecen. Es lo que se conoce como estasis, período que puede durar entre uno y diez millones de años. Estos fenómenos se han podido constatar de una forma indiscutible cuando el registro fósil ha permitido estudiar especies durante largos períodos sin solución de continuidad (Williamson, 1983; Kerr, 1995). Desde luego, la forma en que estos cambios bruscos se han de producir resulta difícil de visualizar, y muy especialmente para los biólogos, tras 150 años de adiestramiento mental en la extrapolación con el tiempo de los pequeños cambios graduales a los cambios de organización, pero estas remodelaciones bruscas, producidas en una generación por cambios en el desarrollo embrionario se han podido verificar experimentalmente en artrópodos (Morata, 98; Ronshaugen et al., 2002). Puede resultar misterioso o difícilmente concebible el modo en que estos cambios de organización se han tenido que producir en medio de grandes disturbios ecológicos, pero precisamente son los misterios (y no las explicaciones simplistas) los estímulos de la investigación científica.

Todos estos datos (sobre la complejidad de la información genética, sobre la integridad y la plasticidad de los genomas, sobre la interconexión de todas las características durante el desarrollo embrionario que conducen a remodelaciones globales, sobre los “saltos” en el registro fósil...) habrán de ser incorporados, algún día, por los paleontólogos para su interpretación de la evolución humana. Desgraciadamente, no parece que el momento esté próximo. Las obras más recientes sobre evolución humana comienzan sistemáticamente por una introducción compuesta por una declaración de fe darvinista y una base teórica estructurada sobre las fórmulas, hipótesis y asunciones de la Genética de poblaciones. Y con semejantes cimientos no cabe esperar una gran solidez en el edificio.

Huella de Laetoli (Tanzania)
Para comenzar por la base, los fósiles más antiguos de lo que se considera –aunque no por todos los expertos– un homínido son unos restos extremadamente fragmentarios (un fragmento de húmero, algunos dientes y pequeños trozos de huesos) bautizados como Orrorin tungenensis y datados en, aproximadamente, seis millones de años de antigüedad, a finales del Mioceno. La pista de sus antepasados directos y lineales se pierde en el Mioceno, en el que restos de características simiescas, escasos y extremadamente fragmentarios, dada la dificultad que para la fosilización ofrece la selva tropical, han recibido, por parte de sus descubridores, los nombres de Keniapithecus, Heliopithecus, Ouranopithecus, Otavipithecus... Naturalmente, cada investigador los introduce, voluntariosamente, en el linaje humano. Pero, aunque es evidente que de algún antiguo primate hemos de descender, junto con nuestros parientes, los póngidos, sólo tenemos unas primeras pruebas que nos hablan claramente de la historia de nuestros antecesores aunque, desgraciadamente, son indirectas. Se trata de las huellas fósiles de Laetoli, en Tanzania, que indican una evidente marcha bípeda y una morfología del pie típicamente humanas. Descubiertas por el equipo de Mary Leakey en 1977, son impresiones que, sobre fina ceniza volcánica humedecida por la lluvia, dejaron dos homínidos, uno más grande y otro de menor tamaño que atravesaron la llanura sobre la que se habían depositado en dirección Sur-Norte. La descripción de Mary Leakey y la observación de las fotografías revelan una marcha claramente humana. El ritmo de la marcha, la firme pisada con el talón, el arco plantar y el dedo gordo paralelo a los demás indican, como han reconocido numerosos expertos (Lovejoy, 1981; Robbins, 1987; Tuttle et al., 1991, etc.), que el pie que dejó esas huellas era anatómica y funcionalmente como el humano, y que ya existía hace 3,6 millones de años.

El problema surge a la hora de asignarle un propietario. Los restos fósiles de que se dispone, pertenecen a los que la versión oficial, es decir, la comúnmente admitida, considera nuestros antecesores directos: los conocidos genéricamente como Australopitecinos. En este “cajón de sastre” se incluyen (con discrepancias entre distintos autores) desde Ardipithecus ramidus hasta los Australopithecus africanus y robustus (estos últimos con sus “versiones” Paranthropus y boisei), pasando por los Australopithecus anamensis, playtiops, y garhi, en la línea de los africanus, y bahrelgazhali y aethiopicus en la de los robustus, además de los que, para muchos, son los responsables (por ser coetáneos) de las huellas de Laetoli: los Australopithecus afarensis.

La situación de cada ejemplar fósil en la línea evolutiva humana es objeto de ardorosos y, en ocasiones, agrios debates en los que cada investigador (y especialmente si es el descubridor) tiene su propia versión, pero la idea generalmente admitida es que algún tipo de australopitecino es nuestro antecesor, con excepción de los robustus, caracterizados por una cresta ósea sagital que recorre la parte superior del cráneo, y que se consideran una “rama abortiva” de la evolución humana, es decir, extinguidos, bien por la competencia con “homínidos mas aptos”, bien por su propia “ineptitud”.

¿Dónde están los restos de los antecesores de chimpancés y gorilas?
Sin embargo, resulta extraño que entre la abundancia de fragmentos de homínidos rescatados de lo que antes fueron frondosas selvas africanas (Rayner y Masters, 1994), no se encuentre el más pequeño vestigio de nuestros parientes evolutivos más próximos: los chimpancés y los gorilas. Pero eso no parece tener la más mínima importancia para un darvinista convencido, y así nos lo explica Juan Luis Arsuaga (1999): “Obsérvese que en el dendrograma no aparece ninguna especie fósil de de chimpancé. La razón es que no se conoce ninguna. Sin embargo, no cabe esperar que los chimpancés fósiles vengan a rellenar el foso que nos separa de sus descendientes vivos, por lo que no son importantes en esta discusión: nadie cree que haya habido en el pasado chimpancés más bípedos o más inteligentes que los actuales. Lo que se necesita [el subrayado es mío] son formas de algún modo intermedias, eslabones perdidos en la retórica tradicional, o dicho aún más crudamente: hombres-mono.” Éste se puede considerar un típico ejemplo de cómo las firmes convicciones pueden despojar cualquier argumento del más mínimo carácter científico. Porque desde un punto de vista científico, es decir, desde el análisis reflexivo y crítico de las distintas posibilidades, el razonamiento debería ser de este tipo: ¿Cómo es posible que se hayan encontrado cientos de fragmentos fósiles de homínidos y no exista un solo resto de póngidos con los que, al menos inicialmente compartían hábitat? Y, seguramente, la respuesta esté en que una gran cantidad de fósiles atribuidos al linaje humano sean, en realidad, de antecesores de chimpancé y gorila.

Para no enfrascarnos en una estéril especulación sobre los extremadamente fragmentarios y discutidos restos previos a las pruebas más sugerentes, las huellas de Laetoli, vamos a enfrentarnos a sus contemporáneos: los Australopithecus afarensis de África de Este. El estudio de los huesos de pies y manos, bien conservados, denotan unas curvaturas en las falanges típicas de los póngidos. Los cráneos, extremadamente fragmentarios, muestran una morfología simiesca, y sus mandíbulas y maxilas unos grandes caninos con el diastema característico de los póngidos. Incluso el fósil más completo de esta “especie”, la famosa Lucy de El Afar, está resultando menos humana de lo que sus descubridores (Johanson y White) pretendían. La reconstrucción de su cadera, diferente según distintos expertos, presenta una cresta ilíaca más humana (Lovejoy, 1981) o más simiesca (Schmid, 1983; Stern y Susman, 1983). De hecho, Richard Leakey, siempre ha sostenido que en los restos dispersos y fragmentarios de los afarensis de Tanzania se encontraban mezclados restos de australopitecinos y de Homo que, para él, es muy antiguo.



Recreación museística del Australopithecus afarensis

Para complicar más si cabe la ceremonia de confusión en que se han convertido los debates sobre las fases iniciales de la evolución humana, un estudio llevado a cabo por Richmond y Strait (2000) sobre los huesos de la muñeca de Australopithecus anamensis de Kenia y Australopithecus afarensis (la ya famosa Lucy) de Etiopía, datados entre 3 y 4 millones de años, ha llevado a la conclusión de que su estructura y proporciones son las típicas de los póngidos que caminan apoyados en los nudillos. La conclusión es: “Los humanos evolucionaron de antecesores que caminaban apoyados sobre los nudillos.” Ahora bien, si tenemos en cuenta la forma característica en que los pies se apoyan sobre su borde externo en el suelo en esta forma de desplazamiento, incluso cuando caminan erguidos, la pregunta que surge es: ¿A qué antecesor pertenecen las huellas de Laetoli? Y esto nos lleva a los australopitecinos más clásicos, los africanus y robustus sudafricanos, los primeros tradicionalmente incluidos en la línea evolutiva humana, y los segundos excluidos de ella. El descubrimiento, en África del Sur de cuatro huesos del mismo pie de un australopitecino sin determinar muestra unas proporciones y curvaturas que revelan, sin posible discusión, una morfología típica de los actuales póngidos (Deloison, 1996). Todo esto conduce, inevitablemente, a una conjetura, al parecer, inimaginable para los especialistas en la evolución humana: Si la morfología de muchos de estos restos es característica de póngidos, si su forma de desplazarse es la típica de los póngidos y su hábitat es el de los actuales póngidos, ¿no es posible que muchos de estos homínidos fueran en realidad póngidos?

Una “investigación de laboratorio” tan accesible para un no especialista, como revolucionaria en su metodología, puede ser observar los moldes de Australopithecus africanus (Sterkfontein, member 4) y de Zinjanthropus (Olduvai, H 5), y compararlos con cráneos de machos de chimpancé y gorila actuales. Las características superestructuras óseas de estos últimos (la cresta sagital, los arcos superciliares, la morfología facial) sin duda más significativos desde el punto de vista de la organización embriológica que sus matices o dimensiones, se pueden identificar, una por una, más acentuadas, y explicables por heterocronías, (aceleraciones o retardos en el proceso embrionario) en los gorilas machos. En cuanto a las semejanzas entre el cráneo de Australopithecus africanus y el de chimpancé, son tan llamativamente estrechas que resulta sorprendente que los paleontólogos humanos, que se enzarzan en prolijos debates sobre las diferencias “específicas” entre restos humanos basadas en matices morfológicos, a veces irrelevantes, no se hayan planteado jamás estas espectaculares semejanzas. Pero quizás no sea este el problema, porque, lógicamente, algún científico se lo ha planteado: M. Verhaegen (1994), ha revisado una gran cantidad de datos correspondientes a la morfología y dimensiones craneodentales de los australoptecinos y los ha comparado con las de chimpancés, gorilas y humanos, adultos e inmaduros. Los grandes australopitecinos de África del Este resultan más próximos a los gorilas, mientras que los del Sur de África se aproximan a chimpancés y humanos. La conclusión es que la relación de los diferentes australopitecinos con humanos, chimpancés y gorilas debe ser reevaluada. El verdadero problema es que este tipo de planteamientos hacen tambalearse el paradigma dominante, por lo que son sistemáticamente ignorados, devaluados o relegados al ostracismo por las “jerarquías del evolucionismo”.

Cráneo del Sahelantropus tchadensis
Todo parece indicar que la supuesta ausencia de restos de póngidos en el registro fósil es más un resultado de la idea prevaleciente de la evolución humana y del deseo de los investigadores de encontrar su ejemplar de gran trascendencia, que de la realidad. Y así se ha puesto de manifiesto recientemente, cuando un póngido (y para colmo, hembra), ha pasado a formar parte (aunque, naturalmente, con discrepancias) del registro paleontológico. El descubrimiento, en Etiopía, este mismo verano, del denominado por sus descubridores (Brunet et al., 2002) Sahelanthropus tchadensis, el más antiguo miembro de nuestra familia, un cráneo muy completo, pero fragmentado y sujeto, por tanto, a diferentes reconstrucciones en función de las ideas previas sobre su condición, bautizado como Toumaï, y datado entre 6 y 7 millones de años, ha sido recalificado por Milford Wolpoff, uno de los más brillantes paleoantropólogos actuales, como perteneciente a un gorila hembra ancestral en función, fundamentalmente, de las características de la base del cráneo (Wolpoff et al., 2002). No obstante, tanto sus descubridores como otros expertos, siguen negándose a conceder a los pobres póngidos un lugar en el registro fósil.

La sensación que produce esta situación, que se está convirtiendo en absurda, es que, antes o después habrá que rehacer toda la filogenia humana. Pero, para ello, parece necesario un difícil ejercicio de renovación conceptual (en función de los nuevos conocimientos) en la comunidad de los paleoantropólogos, en la que las interpretaciones darwinistas sobre la condición y la evolución humanas parecen estar tan arraigadas. Una renovación que haga posible desprenderse de la ya obsoleta visión de un cambio gradual y (aunque pretendan negarlo), progresivo, dirigido por supuestas ventajas de los “más aptos” en una permanente competencia entre sí mismos, con los demás, con el entorno... y sustituirla por otra más coherente con lo que nos revelan los actuales datos genéticos, embriológicos, ecológicos y paleontológicos sobre los procesos evolutivos. Entre los primeros, unos muy recientes y muy significativos nos pueden dar algunas pistas sobre los procesos implicados en la adquisición de la morfología humana. El equipo de Kelly Frazer, en California, mediante la utilización de biochips de ADN, en chimpancés, cuyas diferencias genéticas con el hombre, basadas en el simple recuento de bases distintas (polimorfismos de nucleótidos), han estado consideradas durante los últimos treinta años en un 1,5 %, han identificado inserciones y delecciones que cubren un rango desde 200 a 10.000 bases de longitud y que, en conjunto, comprenden unas 150.000 bases (Pennisi, 2002). Sin duda, estas reorganizaciones genéticas han de tener alguna relación con los hechos que comentaremos a continuación.

Elisabeth Vrba
La prestigiosa paleontóloga Elisabeth Vrba, coautora junto a S. J. Gould de brillantes trabajos sobre evolución, ha identificado dos períodos de grandes cambios climáticos en la Tierra. Uno de ellos se produjo entre 7 y 4,5 millones de años (África estaba unida a Europa, y el Mediterráneo, antes Mar de Tetis, había quedado reducido a unos cuantos lagos salados). Otro, entre 3 y 2 millones de años. Ambos se caracterizan por un notable descenso de la temperatura, grandes transformaciones orogénicas y cambios evolutivos masivos –una vez más– en todo el planeta (Vrba, 1999). Estos “cambios evolutivos”, es decir, remodelaciones bruscas sistemáticamente observadas en todos los taxones animales (Kemp, 1999) y vegetales (Moreno, 2002), han de tener alguna correspondencia con la evolución humana (a no ser que se la considere “un caso aparte”). El conjunto de características anatómicas estrechamente interrelacionadas subyacentes al bipedismo humano es considerable, e incluye desde el orificio occipital y las curvaturas cervical y lumbar de la columna vertebral, hasta la pelvis más corta y ancha y un fémur inclinado conectados por una musculatura reorganizada, extremidades inferiores largas y con la superficies articulares ampliadas, la articulación de la rodilla modificada para su extensión y un pie de apoyo plano en el que el dedo gordo, aumentado en tamaño, es paralelo al resto. Resulta poco menos que absurdo pensar que cada una de estas modificaciones se pudiera conseguir independientemente, gradualmente y al azar, a partir de una morfología propia del cuadrupedismo sobre los nudillos.

Un árbol con una rama


Aunque los primeros indicios de un patrón morfológico humano se remontan, indirectamente, a las huellas de Laetoli de hace 3,6 millones de años, los restos fósiles más indiscutibles datan de unos dos millones de años –las supuestas dos especies Homo habilis y Homo rudolfensis– caracterizados no sólo por su morfología, sino por estar asociados a una industria lítica sencilla (Oldovaica), que ha llevado a los paleoantropólogos a concederles la consideración de Homo. Pero esta condición no sólo se desprende del hecho de su capacidad de elaborar (de preconcebir) herramientas, por simples que sean (lo que, por otra parte, es lógico por ser las primeras, además de que no se dispone de información sobre el uso de herramientas perecederas), tampoco del volumen cerebral, un lastre de la antropología decimonónica profundamente arraigado.

El carácter distintivo del cerebro humano no es su tamaño, sino su organización y, a falta de datos paleontológicos fiables sobre ésta, sólo podemos guiarnos por un comportamiento distintivamente humano. En Koobi Fora, en Kenia, se han encontrado (Isaac, 1997) los restos de una actividad de planificación y cooperación que sólo así se puede considerar. Hace 2,5 millones de años, los restos de un hipopótamo encontrado, probablemente muerto, fueron meticulosamente destazados, como señalan las muescas dejadas por las herramientas en los huesos. En su proximidad se encontraron las pruebas de la existencia de una fábrica de herramientas en los bloques de piedra llevados allí ex profeso, y unos claros indicios (herramientas y fragmentos de huesos) de un troceo y reparto de alimentos. Estos datos nos informan de unas actividades (de cuyo origen y precedentes no se dispone, por el momento, de documentación) claramente humanas.

Llegados aquí, quizás sea conveniente un inciso para una breve reflexión: Un argumento profundamente arraigado y muy utilizado en las interpretaciones darwinistas de la evolución humana (y con un evidente componente etnocéntrico) es la pretendida relación entre complejidad tecnológica y capacidad mental. Supuestamente, la sencillez o la uniformidad de las herramientas líticas primitivas indicarían una escasa inteligencia en sus autores (Tattersall, 2000). Sin embargo, cabe plantearse si el verdadero mérito es de los que producen las mejoras o de los primeros que fabricaron (que concibieron) esas herramientas. De igual modo, no es mayor el mérito de los técnicos que mejoran las prestaciones de un automóvil que el del que ideó la primera máquina “automóvil”. Si alguien afirmase que la simpleza y la poca eficacia de la primera máquina de James Watt reflejan su escasa inteligencia, lo razonable sería dudar de la del emisor de tal juicio.

Artefactos líticos prehistóricos (Valsequillo, México)
Pues bien, a partir de estas pruebas tan significativas y de los fósiles de los homínidos asociados a esta misma cultura lítica, lo que se observa en el registro paleontológico son matices (variaciones morfológicas irrelevantes y lógicas mejoras en la tecnología) de un mismo tema básico: la organización anatómica y de comportamiento inherente a la condición humana. Los distintos restos humanos datados en fechas posteriores y prácticamente continuos en el tiempo, han sido analizados, medidos, comparados y clasificados por sus diferentes descubridores con una meticulosidad infinitamente superior a la mostrada con los restos de los australopitecinos. Desde lo que se admite como la aparición del “género” Homo, es decir, fósiles asociados a una morfología y/o a una cultura claramente humanas, se han propuesto un número variable de especies diferentes (por lo que, según el concepto de especie, no deberían ser interfecundas entre sí): Homo habilis, H. rudolfensis, H. ergaster, H. erectus, H. antecessor, H. heidelbergensis, H. neanderthalensis y, finalmente, Homo sapiens. Las “especies paleontológicas”, es decir las basadas en restos casi siempre muy fragmentarios son, en muchas ocasiones, artefactos con una base real poco sólida o, al menos, inverificable. Pero en el caso de la evolución humana, la “compartimentación” específica de unas variaciones morfológicas cuya traducción en términos genéticos se desconoce, pero cuya comparación con la variabilidad actual (existente tras milenos de intercambio genético), hace pensar que no resulta muy superior, es casi un acto de fe. La amplísima distribución temporal (una estasis de más de dos millones de años) y espacial (desde África y Europa hasta Extremo Oriente y Oceanía) de una especie formada por grupos no muy numerosos, de una extremada movilidad, y muy susceptibles, por ello, a fenómenos demográficos (que no evolutivos) de deriva genética (aislamientos reproductivos, mortalidad diferencial aleatoria, etc.), justificarían más que sobradamente la variabilidad encontrada a lo largo del tiempo.

Cráneo de Homo erectus europeo
Y esta posibilidad se ha visto reforzada con el reciente descubrimiento en Etiopía (Asfaw et al., 2002) de un cráneo datado en un millón de años de antigüedad, con unos rasgos morfológicos característicos de la supuesta especie Homo erectus de China. La consecuencia que deriva de este hallazgo es que “Homo erectus era un grupo casi tan variado y ampliamente distribuido como los humanos actuales” (Clarke, 2002). Y, por si este descubrimiento no fuera suficiente para derribar los tópicos árboles filogenéticos cargados de especies que se extinguen o que ascienden gradualmente en status humano a medida que cambia ligeramente su aspecto o progresa su tecnología, un también reciente hallazgo, ha sorprendido (cabe suponer que desagradablemente) a los paleoantropólogos constructores de dichos árboles. Se trata de tres pequeños cráneos, acompañados de industria lítica muy primitiva encontrados en Dmanisi, en el Cáucaso y datados, nada menos, que en ¡un millón setecientos cincuenta mil años! (Balter y Gibbons, 2002). “En algunas características los diminutos nuevos cráneos se asemejan a H. habilis, un homínido africano que algunos consideran ancestral a Homo erectus. [...] Estos especimenes subrayan la necesidad de un profundo replanteamiento de la diversidad del temprano... Homo.”

Estos son sólo algunos de los descubrimientos que están derribando viejos tópicos darvinistas sobre la relación entre diferencias morfológicas y grado de evolución. La simplista y arraigada extrapolación que liga progreso tecnológico con progreso en inteligencia (según la cual Bill Gates debería ser infinitamente superior en inteligencia a Platón, por poner un ejemplo de nuestra cultura), llega, a veces, a extremos próximos a lo grotesco: La simplicidad de las primeras herramientas líticas conocidas (la primera gran innovación) es al parecer, un indicio de una capacidad mental tan escasa, que se podría calificar de inexistente: “Los harían sin darse cuenta, lo que no quiere decir que no pudieran entrañar cierta dificultad (es sorprendente la cantidad de operaciones muy complejas que cualquiera de nosotros realiza cada día de forma automática, y es seguro que no somos conscientes de todo lo que pasa por nuestra cabeza)” (Arsuaga, 1999). Es decir, la búsqueda de piedras adecuadas, la elaboración de las herramientas e, incluso, el troceo y reparto de la carne de un animal se identifican con las acciones que hoy hemos incorporado a nuestras rutinas y realizamos de forma mecánica, para concluir que las distintas actividades efectuadas para conseguir alimento hubieron de ser realizados por una especie de “autómatas” que no tenían conciencia de sus actos... Un verdadero acto de fe.

Bifaz achelense
Pero, al parecer, las capacidades de estos autómatas inconscientes y primitivos eran sorprendentes (según la explicación antes expuesta, los más sorprendidos de los resultados serían ellos mismos). La industria lítica conocida como Acheulense, por el lugar de su primer descubrimiento, en Saint Acheul, (Francia), ha estado considerada durante mucho tiempo originaria de Europa, donde (¡cómo no!) se habrían producido las innovaciones culturales fundamentales (hubo toda una teoría basada en el “impulso del frío” al progreso cultural). Esta industria se caracteriza –entre otras cosas– por el hacha de mano en la que, además de una mayor zona de corte que las herramientas previas, se puede apreciar una búsqueda premeditada de la simetría (se podría aventurar: de la belleza). Pues bien, en 1992, en unos sedimentos de Konso Gardula (Etiopía) que cubren un período de entre 1,3 y 1,9 millones de años, se encontraron las más antiguas herramientas típicamente acheulenses conocidas por el momento (Asfaw et al., 1992).

Pero también hay que hablar de un detalle aparentemente trivial, pero que nos informa de unos hábitos, tal vez no muy elegantes, pero muy humanos: se encontró una mandíbula izquierda característica de Homo erectus (para algunos ergaster) con evidentes muestras en todos los dientes de haber sido marcados por el uso habitual de mondadientes.

Resulta muy revelador del espíritu que subyace a las interpretaciones darvinistas de la evolución humana, el marcado contraste entre la gran importancia que dan a las diferencias en el aspecto físico de los hombres y la poca valoración que conceden a las pruebas que reflejan una gran inteligencia en los homínidos primitivos. De ahí, la escasa relevancia que se da a datos obtenidos en investigaciones muy bien fundamentadas con revelaciones extraordinarias sobre la conducta de nuestros antecesores. En Marzo de 1998, se publicó en Nature el artículo: Edades por trazas de fisión de herramientas líticas y fósiles en la isla de Flores, Este de Indonesia (Morwood et al., 1998): Hace 800.000 años, los hombres (los homínidos pertenecientes a la “especie” Homo erectus) ¡eran capaces de navegar! y cruzar repetidamente distancias que, en los períodos de menor nivel de las aguas, superaban los 19 kilómetros. Ésta es la distancia mínima que separaba la isla de Flores del archipiélago de Sonda (próximo, por cierto, a Australia), donde llegaron a extinguir mediante la caza, perfectamente documentada, tortugas gigantes y Stegodon enanos. La conclusión del artículo es que “las capacidades cognitivas de esta especie deben ser reconsideradas.” Efectivamente, la construcción o la utilización de algún tipo de balsa, necesaria para una travesía semejante, y la repetición del hecho, implican una capacidad de previsión y de comunicación, imprescindibles para actuar en grupo, que descalifican a la concepción ortodoxa de estos homínidos como seres inconscientes dirigidos por el instinto. Por eso, unas pruebas paleontológicas que serían aceptadas como indiscutibles para apoyar alguna tesis oficial son consideradas “débiles” por los darvinistas más ortodoxos.

A medida que aumentan los conocimientos biológicos y los datos del registro fósil, resulta más patente la necesidad de reconsiderar muchos viejos tópicos. Pero, sobre todo, el aparentemente más arraigado y, con toda seguridad, el más distorsionado (y distorsionador) de la concepción de la naturaleza humana, porque constituye la base de la rancia visión victoriana de la realidad que impregna las interpretaciones darvinistas: la idea de que unos hombres son por naturaleza superiores a otros, lo que justifica que en la feroz competencia en la que se desarrollan las relaciones entre los seres vivos, sólo triunfen los “más aptos”. Y esta es la explicación de la historia evolutiva de la Humanidad: la sustitución sistemática y total (en palabras de Darwin, el “reemplazo”) de los hombres más primitivos por los que tuvieran alguna ventaja –siempre relacionada con una mayor inteligencia– sobre ellos. La extrapolación de esta concepción (que, desgraciadamente, es la que mayor difusión tiene en los medios de comunicación por ser la versión oficial) a las relaciones entre los pequeños grupos de cazadores-recolectores en que se desenvolvían nuestros antecesores es, a todas luces, absurda.

De los datos históricos sobre grupos humanos con esta forma de vida (y también de los actuales aunque, por desgracia, cada día más escasos y aculturados), la primera característica a destacar es la carencia del sentimiento de posesión de la tierra. La conciencia de que es ella la que ofrece sus dones les hace considerarse como pertenecientes a la tierra. La segunda, es la fácil disposición para la movilidad: cada individuo, cada grupo familiar, no dispone de otros bienes que los necesarios para realizar sus actividades de caza y recolección. Para un modo de vida así, la acumulación de objetos sería absurda, porque habría que transportarlos en cada desplazamiento. Y la tercera, es la cooperación en las cacerías y en la labor de recolección y el reparto de los alimentos obtenidos entre el grupo. Estos hechos, documentados con pocas variantes en distintos grupos africanos, asiáticos, australianos, americanos... no responden a una “idealización” del bucólico modo de vida nómada. Son conductas elaboradas a partir de la experiencia que las ha hecho necesarias porque resultan más eficaces para la supervivencia del grupo que la actitud contraria. Naturalmente, esto no quiere decir que los actos ocasionales de violencia estuviesen ausentes en la vida de estos grupos. De hecho, a veces aparecen en restos fósiles humanos pruebas claras de heridas causadas por actos de violencia interpersonal que suelen ser resaltados como una prueba del carácter violento de estos homínidos, cuando lo que muchas veces nos revelan es que la frecuente curación de estas heridas, en ocasiones graves, indica los cuidados eficaces que estas personas se dispensaban. En suma, tanto lo uno como lo otro, una clara prueba de su condición humana.

Distintos homínidos: ¿competidores o colaboradores?
En este contexto, es decir, en un mundo poblado por bandas nómadas de cazadores-recolectores, la sustitución de unos grupos por otros se hace prácticamente –se podría afirmar que totalmente– imposible: Si tenemos en cuenta que de la superficie total de la Tierra, 510 millones de Kilómetros cuadrados, aproximadamente 149 millones, (con pequeñas fluctuaciones en función de los ascensos y descensos del nivel del mar causados por las glaciaciones) estaban libres de las aguas, e incluso considerando sólo una tercera parte de esta superficie (unos 50 millones de kilómetros cuadrados) como la que reuniría las óptimas condiciones para la vida, ¿tiene sentido pensar que unos grupos dispersos y móviles compuestos por no mucho mas de 50 personas (límite aproximado impuesto a este tipo de grupos por la cantidad de terreno necesario para su aprovisionamiento), con unas herramientas y armas semejantes, básicamente de piedra y madera, tengan la más mínima posibilidad de eliminar totalmente a grupos semejantes, por otra parte, perfectamente adaptados a su entorno a lo largo de milenios? La población humana total, ya en el Paleolítico superior, se ha estimado en unos 5 millones de personas. Aún siendo el doble, tendrían todo el espacio imaginable para escapar, incluso en el extremadamente improbable caso de que los recién llegados, a pesar de su cultura cazadora-recolectora, dispusieran de alguna supuesta superioridad producida por alguna mutación darwinista responsable de una conducta colonialista. En base a estos argumentos, (o más concretamente, a estos datos), y haciendo uso de una mínima capacidad de imaginación, parece más razonable pensar que, a lo largo de milenios (hay que resaltar: milenios) de vida móvil, de encuentros y de compartir hábitat y modo de vida, se estableciese un inevitable “flujo génico” entre ellos.

De hecho, otra característica muy habitual entre los grupos nómadas históricos es el intercambio de jóvenes entre distintos grupos, consecuencia probable de la observación de los problemas derivados de un exceso de endogamia, y que se realizaba –y aún se realiza– mediante grandes reuniones periódicas de varios grupos o, incluso, menos diplomáticamente, por medio del secuestro (más o menos ritualizado) de muchachas por los jóvenes de otros grupos. Desde luego que, dada la inmensidad del territorio disponible, es muy posible que algunos grupos hayan permanecido aislados durante mucho tiempo, como se ha documentado en Java y, últimamente, en Australia (Thorne y Wolpoff, 1992) que, a la luz de las precoces capacidades marineras de sus posibles pobladores, fue colonizada, con toda seguridad, mucho antes de lo que generalmente se cree. Una colonización consciente y llevada a cabo por una “especie” muy polimórfica y ampliamente distribuida, casi como la Humanidad actual.
 
© Máximo Sandín 2002

Fuente imágenes: Wikimedia Commons

4 comentarios:

Ismael dijo...

Xavier, el articulo es excelente,pero bajo mi modesta opinion, que me encantaría poder contrastar contigo, ni la arqueología ni la antropología tienen respuestas.Solo indico una reflexión: En un sistema biologico, la naturaleza te dota de lo que necesitas.Nunca te proveerá de un organo como el cerebro que sobrepasa su propia naturaleza.

Xavier Bartlett dijo...

Gracias Ismael por tu reflexión

Bueno, no nos engañemos, Sandín es un gran científico pero no contempla posibilidades que vayan más allá de la materia. No cree en la evolución por selección natural, pero no se adentrará siquiera en el diseño inteligente (al menos yo no he observado en sus escritos ningún argumento en favor de éste). De todas formas, el varapalo que recibe aquí el neodarwinismo es importante, precisamente usando las mismas reglas científicas aceptadas (supuestamente) por todos.

En cuanto a los mecanismos de la naturaleza, con sus "regularidades" y sus "rarezas", nos deberíamos meter en el campo de la conciencia, que está detrás de todo, en mi modesta opinión. El cerebro humano es hasta cierto punto un gran misterio y contradicción, según han apuntado algunos expertos, y realmente nadie sabe cómo pudo "evolucionar" a lo largo de millones de años en nosotros y no en otros primates. Se han dado razones, pero no pasan de ser especulaciones... A no ser que hubiese una inteligencia superior que se fusionase con una inferior, lo que nos lleva a un escenario mitológico-religioso que supongo que ya conoces: la creación del ser humano "a imagen y semejanza de los dioses". Y aquí ya entraríamos en territorio Von Däniken, Sitchin, Pye...

saludos,
X.

Piedra dijo...

Muy bueno para desmontar el dogma darwinista, aunque dudo que los adeptos acepten ninguna prueba o reflexión: son muchas carreras y mucho dinero lo que está en juego.

Sobre los antecesores de los monos actuales siempre me he preguntado, pero no he encontrado información, aquí creo que se explica bien el porqué.

Y algo que alguna vez he pensado y no se si es un disparate, es que todos esos supuestos antecesores del hombre, solo sean "monos" evolucionados, cada uno perteneciente a una época, que han ido desapareciendo, extinguiéndose de modo natural y sustituidos por otra raza más avanzada o que pudo evolucionar un poco más, pero que fueron una tercera vía entre los monos actuales y el hombre, que quizás si que terminó de exterminarlos o incluso los asimiló a través de la hibridación.

Un saludos..

Xavier Bartlett dijo...

Gracias por el comentario piedra

Pues sí, el tema de la falta de fósiles de otros primates llama mucho la atención... como si nuestros primos no hubieran "evolucionado" y nosotros sí. El punto clave es reconocer que todos los primates/homínidos compartimos muchos rasgos y mucho ADN, pero de ahí a poder demostrar que "descendemos" de ciertos homínidos por las misteriosas mutaciones aleatorias y la selección natural va un largo trecho. En fin, también podrían decir que descendemos de los chimpancés y quedarse tan anchos. Ahora mismo el darwinismo es una pura cuestión de fe, como la historia de Adán y Eva.

Saludos,
X.